miércoles, 14 de septiembre de 2011

Madrid

Madrid.

Otra vez.

Pero esta vez, de algún modo y de muchos modos al mismo tiempo, es diferente.

「あわれ」 Esa palabra japonesa describe a la perfección cómo me siento.

Ojalá tuviese un ordenador a mi alcance; mis dedos son más rápidos tecleando que moviendo un bolígrafo. Todas las frases que quiero decir pasan por mi cabeza fugaces y yo intento cazarlas, pero se me escapan como un puñado de fina arena y al final sólo puedo escribir palabras inconexas y confusas. Y pierden el sentido real de lo que quiero decir.

Me pongo el pijama y me quito las gafas diecinueve horas y media más tarde, pero no puedo despegarme de la música, que me ha acompañado durante la mitad del trayecto, ahora en el suelo, antes más cerca de las estrellas.

Y he visto la luna y he podido acercarme un poquito más a ella, siempre tan altanera y tan perfecta, con su mueca imitando una gélida sonrisa de cristal. El amanecer era rojo como en Marte, y yo me sentía en una nave espacial que me llevaría lejos, y luego un poquito más lejos, a algún lugar en el que perderme y del que no volver, aunque sí, quizá tarde o temprano, escapar.

Y he visto un inmenso y oscuro mar en llamas; todo era del color de la ceniza, y me parecía observar el infierno desde las puertas del cielo. Y yo sólo quería subir más, y un poquito más, hasta observar el mundo quemándose, ardiendo bajo mis pies mientras yo reía amargamente, y no quería bajar a ese mundo gris jamás.

Tengo sueño y me escuecen los ojos, pero no quiero dormir. No todavía.

Porque me he perdido en la húmeda noche de invierno de Madrid, y aunque al principio sólo quería descansar, más tarde he disfrutado de sus calles solitarias y frías y de la fina lluvia que, sin osar tocarme, me empapaba el corazón y me arrancaba una amarga sonrisa.

Y he decidido caminar sin rumbo hacia lo desconocido, sin mirar por dónde iba, sólo pensando en perderme y deseando no tener que volver al hotel jamás; ojalá hubiese seguido caminando durante horas, esperando que mis piernas no me fallaran, hasta llegar a algún lugar desconocido y nuevo en el que estirarme y dormir bajo un cielo sin estrellas, al abrigo de las frías copas de los árboles y la solitaria luz de las farolas.

Y el Destino por una vez me ha hecho un favor, aunque sé que después lo pagaré caro; sin quererlo me he encontrado ante la Gran Muralla China, rodeada de dragones míticos y con las aguas del Río Amarillo reflejando mi triste mirada. Pero en el cielo seguían faltando las estrellas, porque una inmensa tormenta de plumas de fénix y escamas de dragón las cubrían. Una familia más me acogía en su regazo, y me alimentaba y me sonreía mientras todos hablaban en su idioma, y yo observaba a la niñita que me observaba, y la música de un instrumento parecido a un shamisen me transportaba a un mágico lugar de verdes montañas y mansos lagos. Me acabé hasta el último grano de arroz y sólo quise descansar en uno de esos aposentos lleno de dragones chinos, sobre cojines de hermosas sedas de colores. Pero sólo pude inmortalizar una pequeña, minúscula parte de aquel inmenso mundo, y cuando me di cuenta estaba observando la entrada del local, que ahora parecía la infranqueable puerta de un majestuoso templo prohibido para mí.

Entonces la música me llevó a otra parte, en la que el agua cae al revés y el frío cala hasta los huesos, y nadie mira porque todo el mundo lo ha visto. He mirado el suelo y lo he retenido, y sólo una sombra de lo que soy queda en esa imagen: un color desconocido para la gente.

El tiempo dejó de existir, pero el mañana llega, y lo único que nunca termina es la música, que si sabemos escuchar nos hablará de la dualidad de las cosas. Porque mientras la música suena, el mundo puede detenerse y pasar muy rápido a la vez, y puede obligar al tiempo a perder su forma y desaparecer. Y la lluvia cae, siempre tan amable, intentando llevarse todo lo malo que nos rodea.

Porque me he perdido sin quererlo pero deseándolo; rodeada de rostros desconocidos, me he sentido más cerca de mí misma que nunca, y no me ha importado que me observaran, porque al fin y al cabo me habrán olvidado en tres segundos y jamás me volverán a ver.

No quiero volver. 帰りたくない。

No quiero que esta noche termine jamás. Pero ni el mejor de los deseos servirá para cambiar el mundo, de modo que sólo puedo consolarme con la idea de que mañana, una vez más, podré perderme en otra dirección para encontrar de nuevo cosas maravillosas que me inspiren y me produzcan esa melancolía que, quizá no tan inintencionadamente, he aprendido a desear y añorar.

Y ahora, aunque mi cuerpo cansado me obliga a dormir, mi mente sigue formando extrañas imágenes que, al menos esta vez, no podré traspasar al papel, y que con toda seguridad acabaré olvidando mañana por la mañana, cuando la luz del sol me devuelva con su crueldad al mundo real y sus imposiciones.

Y soñaré con ese mundo real como castigo a mi egocentrismo, ya que hoy he sido reina por un momento y he soñado despierta, cambiando a mi antojo lo que me rodeaba, dándole el significado que yo deseaba que tuviera.

Buenas noches.

(Y entonces apago la luz y mi mente estalla.)

Escrito el 15 de enero de 2007
en un hotel de Atocha, Madrid

sábado, 10 de septiembre de 2011

Inolvidable

Los macarrones salieron volando por encima de la mesa cuando ella se levantó airada, acabando algunos en la ensalada de él, el resto esparcidos por el suelo. El cuenco con el queso rayado rodó lentamente hasta pararse a los pies de la mesa de la izquierda, dejando tras de sí el rastro de su trayectoria. La botella de cristal rebotó contra el suelo con un sonido seco y la mitad de su contenido se vertió sobre las baldosas anaranjadas. Sólo un susurrado "¿Pero qué...?" perturbó el silencio que había inundado el restaurante.

Ella bajó la mano en la que aún sostenía la copa, ahora vacía, y miró fijamente la cara de él, completamente empapada de agua. Estaba de pie ante él, apoyada en la mesa de mantel blanco con ambas manos. Su pulso se había acelerado y todavía podía sentir la ira en la boca del estómago.

- Siempre quise saber qué se siente al tirarle el agua a la cara a alguien. Gracias, tú me lo has puesto en bandeja. Y ha sido inolvidable.

No volvieron a verse.

Ocho meses

Silencio. Un vaso que poco a poco se vacía, de manera apenas perceptible. El frío que siempre vuelve, exigiendo quedarse. Una flor que se pu...