viernes, 30 de diciembre de 2011

El canto del gorrión

Las ramas de una vid desnuda se mueven imperceptiblemente bajo el cielo plomizo de un mes de diciembre cualquiera. El aire helado se ha tomado un pequeño descanso tras descargar su furia el día anterior, pero las nubes ganaron la batalla y siguen cubriendo el cielo, amenazando tormenta. El mundo está tranquilo y las pocas personas que pasean por las calles de piedra y musgo se frotan las manos, dejando tras de sí al respirar tímidos rastros de vaho, como si fueran extrañas locomotoras a vapor. Una pareja camina cogida por la cintura, queriéndose demostrar afecto y darse calor.

   - ¿Ya estás fisgando otra vez?
   - Shhh... ¡No me dejas oír lo que dicen!

Un aleteo y la rama se mueve con algo más de intensidad.

   - ¡Espera!...

La fría piedra del suelo se confunde en color y forma con los muros de la ciudadela. La puerta de un pequeño restaurante se abre y unas campanas tintinean; un grupo de palomas asustadas alza el vuelo rápidamente hasta posarse sobre las gárgolas de una vieja iglesia.

   - Se dirigen hacia la puerta norte. Llegaron ayer en coche. Parecen muy felices.
   - Como todos los que vienen por aquí en estas fechas. Y en pareja.
   - Ya, pero estos dos me interesan especialmente. Quiero saber de qué hablan.
   - ¿Por qué te sigues interesando por estas vidas que tan poco tienen que ver contigo?
   - Bien sabes la respuesta. Y no pienso dejar de hacerlo sólo porque un viejo cascarrabias como tú no lo entienda.
   - Lo que tú digas. Pero el día menos pensado te llevarás un susto.
   - Yo soy rápida y ágil. Lo que en realidad temes es que te pase algo a ti. Siempre puedes optar por no seguirme. ¡Mira! ¡Se acercan!

Un silvido cansado.

   - Shhhhh... Parece que están hablando de algo interesante... ¡Oh! ¡Son extranjeros!
   - ¿En serio? Pues ya nos podemos ir; no vas a entender nada.
   - ¡Espera! Reconozco el idioma...

El viento mueve las hojas caídas de un árbol centenario y su sonido se mezcla con un rápido aleteo a ran de suelo. Ella pisa despistada una de las hojas mientras extrae con dificultad su cámara fotográfica del bolso; parece que los guantes granates, a juego con su bufanda, entorpecen sus movimientos. La chica sonríe cuando él la besa en la punta de la nariz; luego le roba una foto a él, lo cual provoca un simpático gruñido. Ambos ríen, se abrazan y se besan. El mundo parece pararse en ese instante.

   - No están precisamente habladores...
   - ¿Pero acaso no es hermoso? ¡Mira como se aman! Ah... Me traen tantos recuerdos...
   - Deberías dejar de soñar tanto. Es una total pérdida de tiempo.
   - ¡Tú si que me haces perder el tiempo con tus estúpidas observaciones! Cómo se nota que ha pasado más tiempo para ti que para mí... Y la razón por la que me gusta tanto ver estas escenas, querido, es porque me ayudan a no perder mi memoria, mis recuerdos. Deberías pensar en hacer lo mismo.
   - No echo de menos ningún detalle de mi pasado. Poco a poco me he acostumbrado a esto, e incluso diré más: me gusta. Y a ti te pasará lo mismo, por mucho que te empeñes en evitarlo.
   - Tú eliges tu camino, yo elijo el mío. A ver a quién de los dos se le termina antes la eternidad. Mira, vuelven a moverse...

Cuando empiezan a caer las gotas, la muchacha mira hacia el cielo y sonríe. Es una lluvia fina, de esas que apenas mojan, de las que se confunden con el aguanieve. Ellos se cogen de la mano, se miran a los ojos y siguen caminando cuesta arriba; se detienen a mirar la carta plastificada de un restaurante, se preguntan qué significarán algunas de las palabras, él le traduce las que reconoce y, tras descartar el local, siguen caminando. Hablan y se besan y se hacen bromas; no hay sombra de preocupación en su rostro, al menos de momento.

   - He visto esto tantas veces que no puedo alegrarme por ellos. A saber cuánto duran juntos.
   - ¿Quieres dejar de ser tan negativo? Déjales disfrutar, aunque sólo dure unos meses, o unos pocos años, eso poco importa. El haberse conocido enriquecerá sus vidas y, si todo va bien, su final será feliz. No como el nuestro...
   - Exacto, no como el nuestro. Sigue soñando...
   - Quiero cantarles algo. Me acercaré un poco más...
   - ¿Qué? ¡No, otra vez no! No me dejes atrás... ¡No te vayas ahora!

La muchacha se para en seco y gira la cabeza ligeramente hacia la derecha. Él la mira y le pregunta qué sucede; ella está concentrada y le hace un ademán con la mano para que guarde silencio. "¿Lo oyes?", dice en susurros. "¿El qué?", responde él, incrédulo. Ella no dice nada más y se quedan así durante unos segundos, hasta que se gira lentamente y los ve. Dos pequeños gorriones, uno algo más gordo que el otro, dando saltitos cerca de sus pies. Ella no se mueve por miedo a asustarlos. El más gordito se aleja rápidamente para posarse sobre el respaldo de un asiento de plástico sucio a unos metros de distancia, pero el más pequeño sigue saltando entre sus pies, alegre, entonando la más hermosa melodía que ella ha escuchado nunca. Cuando ella se agacha curiosa, el pequeño gorrión se queda muy quieto unos segundos, mirándola fijamente, y canta un poco más hasta que alza el vuelo, seguido con torpeza por su compañero. La chica se levanta desconcertada y de repente dos tímidas lágrimas acuden a sus ojos. No se siente triste ni nerviosa; simplemente se ha emocionado. Cuando él le pregunta qué sucede, ella sólo dice: "Los gorriones no pueden cantar así, ¿verdad?" mientras esconde su cabeza en el pecho de él, en un abrazo largo que los dos pajarillos observan desde lo alto de la muralla.

   - ¿Por qué hiciste eso? ¿Estás loca? ¡Acabas de regalarle tu vida a una estúpida humana a quien ni siquiera conoces!
   - No... No es una estúpida humana; es alguien especial. Ellos dos son especiales; creo que por eso les he regalado mi último canto. Ha sido mi elección, y bien sabes que debes respetarla. Y ahora toca partir... Hasta la próxima, querido amigo...
   - ¿Pero por qué ella? ¿Y por qué ahora? Me habría gustado que te quedaras un poco más...

El pequeño cuerpo inerte cae con suavidad por la cara exterior de la muralla, rebotando contra la hierba y rodando cuesta abajo hasta detenerse a los pies de un coche. La lluvia arrecia y su compañero, triste y abatido, desaparece entre las copas de los árboles y canta triste la partida de su irritante aunque dulce compañera, preguntándose cuánto tiempo pasará hasta que se reencuentren una vez más. Mientras tanto, la pareja desaparece silenciosamente al girar una esquina, adentrándose con cada paso es un futuro incierto, sin saber que han sido elegidos y observados por dos viejas almas descarriadas. ¿Quién cree estos días en la eternidad?

viernes, 16 de diciembre de 2011

La cajita de cristal

   - Tengo una cajita de cristal...
   - ¿Una cajita de cristal?
   - Sí. Es de cristal fino y muy resistente. De hecho, es tan fino que a veces se me olvida que está ahí.
   - ¿Y qué guardas dentro?
   - Pues un corazón.
   - ¿Un corazón?
   - Sí, un corazón.
   - ¿Y cómo es?
   - ¿Cómo va a ser? Pues como el resto de corazones. Tiene venitas y arterias y bombea sangre y está calentito.
   - Pero... Eso no es posible.
   - Lo que tú digas... Pero tengo una cajita de cristal fino con un corazón real dentro. Lo malo es que la abrí hace poco...
   - ¿Y qué pasó?
   - Pues que el corazón se asustó. Se había acostumbrado a estar tranquilito dentro de su caja y le estresa que lo miren y lo toquen. Y sufre un poco, pero ya le he dicho que es cuestión de tiempo, hasta que se adapte a la nueva situación.
   - ¿Hablas con él?
   - ¡Claro! Necesito entender sus necesidades, y yo le explico las mías. Es necesario llegar a un acuerdo. Si no, ¿para qué tener un corazón? Y en realidad nos ayudamos mutuamente. Él me calma, y yo le calmo.
   - No sé si te entiendo.
   - Si no me entiendes es que no hablas demasiado con el tuyo...
   - Puede ser. Pero no entiendo por qué está dentro de una caja.
   - No recuerdo cuándo fue, pero sé que lo guardé hace tiempo. Para que se recuperara. Y luego supongo que ambos nos acostumbramos a esa fina separación de cristal. Hay cosas que no deberíamos olvidar nunca.
   - ¿Y ahora qué vas a hacer?
   - Esperar. A que mi corazón se acostumbre, hasta que salga de la cajita. No puedo presionarlo, porque a veces, cuando lo he hecho, le he oído dar un portazo. Si se pueden dar portazos con la tapa de una cajita, claro. Ya me entiendes.
   - Vale, entonces, resumiendo: tienes un corazón real en una caja de cristal, hablas con él, a veces se asusta y da portazos. Supongo que sabes que eso no suena muy normal...
   - Entonces es que no eres más que un gato-camaleón que ha venido a pasar el rato. Y hace tiempo que me cansé de los gatos-camaleón. No te preocupes, no me ofendes ni estoy enfadada. En absoluto. Al café invito yo.

Cuando ella se levantó, la mariposa de su diadema pareció iluminarse durante unos segundos con un color fluorescente y verdoso. Él parpadeó aturdido y el resplandor desapareció, aunque el aura permaneció en su retina por un instante. Ella, ofreciéndole a él la mejor de sus sonrisas, dejó el dinero al lado de las servilletas de papel; luego se dirigió a la puerta con ese andar elegante y reposado que lo había hipnotizado cuando se conocieron. El café, ya frío, le devolvió la mirada cuando él agachó la cabeza. Sólo recuperó la compostura cuando una voz le preguntó con suavidad:

- ¿Le duele el pecho, señor? Lleva inmóvil más de media hora...

Él alzó la mirada y, aún desconcertado, le respondió a la joven camarera que se encontraba bien. Después, sorprendido, notó el entumecimiento de su brazo derecho, cuya mano había estado reposando sobre la parte izquierda de su pecho durante, supuso, media hora. Bajó el brazo suavemente hasta la mesa, notando una palpitación grave, un hormigueo extraño en la punta de los dedos. Apretó el puño con fuerza y cerró los ojos, cogiendo aire. Luego los abrió y suspiró.

Cogió su chaqueta y salió del bar. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, por un momento le pareció que el mundo se quedaba en silencio para que él pudiese oír el eco lejano de un portazo y un ruido de cristales rotos...

martes, 13 de diciembre de 2011

Certeza

La nota apareció en mi buzón un lunes por la mañana. "Te encontré", rezaban sus letras nerviosas. Algo me decía que el autor era zurdo y que había usado una pluma Montblanc, aunque yo no tenía ni idea de cómo era una pluma Montblanc y mucho menos sabía sobre grafología. El papel era de gran calidad y olía ligeramente a metal. Subí las escaleras releyendo una y otra vez aquellas palabras mientras mi cabeza imaginaba un futuro incierto y mis pies esquivaban de forma casi automática los escombros. Una vez en casa encendí un cigarrillo y observé su humo ascender lentamente hasta desaparecer muy cerca del amarillento techo. "Enhorabuena", susurré. Mi gato asintió con un corto maullido, y yo tiré el papel a la basura. "Enhorabuena".

Sólo deseé que alguien cuidara de mi gato una vez yo hubiese muerto.

Publicado en LiteraturaNova.com en Agosto de 2011.

martes, 8 de noviembre de 2011

Para Claudia

Hola Claudia, ¿cómo estás?

Hace mucho tiempo que no sé nada de ti. Sé que no te has ido porque te presiento en cada paso que doy, y créeme si te digo que no te olvido. Ha vuelto el frío y la otra noche había algo de niebla, con lo que las luces naranjas de la ciudad eran más espesas, y no pude evitar preguntarme qué estarías pensando de verlas así otra vez. Supongo que te traerían recuerdos...

Yo estoy bien. La verdad es que este año está siendo increíble. Me cuesta creer que hace menos de un año fuéramos inseparables y que, todavía no sé muy bien cómo, ahora apenas nos veamos. No es que te eche de menos, pero no me malinterpretes, eres parte de mí y te estoy tremendamente agradecida por haberme dejado ver el mundo con tus ojos. Caminar en tus zapatos fue pesado; llorar contigo fue la manera más dura de conocer esa parte oscura del corazón, ese agujero negro del que la gente reniega por miedo o vergüenza. Nunca me he sentido tan orgullosa de haber pasado por ello.

Dime, Claudia, ¿sigues teniendo pesadillas? El otro día me acordé de ti porque volví a tener uno de esos sueños que tanto nos habían agobiado hace tiempo, pero cuando desperté me sorprendí gratamente: no había dolor, no había nada. "Hacía tiempo que no soñaba con esto", pensé, e inconscientemente busqué la tristeza en mi interior, pero no pude encontrarla. Me di cuenta entonces de que durante años había educado a mi corazón a sufrir, a lamentarse, a sentir dolor. Parece ser que mi corazón se ha cansado de todo eso, al fin. Quien más lo maltrató fui yo misma, lo sé. Por suerte, ya está curado. ¿Quizá por eso ya apenas te veo? Es posible...

Sé que en algún momento de nuestras vidas volveremos a cruzarnos. No es que no lo desee, pero sé que será distinto. Todos maduramos, incluída tú, mi querida Claudia. Sólo espero que nunca pierdas esa parte de niña inocente que te permitió ver y mostrar la otra belleza de las cosas en la oscuridad. Tienes un don especial, mi niña, y debes enorgullecerte de ello. Nunca lo olvides. Y nunca dejes de sonreír, porque esa es tu mejor arma.

No sé muy bien cómo despedirme. De hecho, ahora que vuelve el frío y se hace de noche más pronto, te noto más cerca; será que este tiempo me recuerda a ti. De momento creo que lo dejaré en un "hasta luego", ¿qué te parece?

Cuídate,

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Mil millones de...

Mil millones de cosas por vivir.

De canciones por escuchar, de kilómetros por recorrer, de lugares por visitar. Mil millones de estrellas en el cielo, pero ninguna tan brillante como la que tú me regalas cada vez que me miras. Mil millones de gotas de lluvia que me recuerdan a los mil millones de caricias que quedan por dar; mil millones de relámpagos a los que pedir deseos que tarde o temprano se cumplirán. Mil millones de sonrisas y de lágrimas, de desconocidos que pasarán por nuestro lado y que nos olvidarán; de copas y luces y sombras, de pisadas furtivas, de susurros al oído, de gritos al cielo, de silencios cómplices entre sábanas cálidas en una noche de tormenta. Mil millones de colores por redescubrir, a cuál más brillante, cada uno con su particular significado; mil millones de latidos que quiero escuchar, de sorpresas y segundos que no pasan y horas que vuelan, mientras las nubes se transforman y el mundo sigue mirándose estúpidamente a los pies, lamentándose, sufriendo. Mil millones de vientos que remueven las copas de los mil millones de árboles que hablan y cantan y sueñan y nos miran con envidia; mil millones de otras bellezas, de esas que sólo se pueden observar en la oscuridad.

Lo sé, amor; esto ya se ha dicho antes. Mil millones de corazones lo han sentido, lo han padecido, lo han disfrutado, lo han escrito y lo han cantado. Quizá no esté siendo original, y probablemente se me pueda tachar de ingenua, de niña, de alocada y de soñadora, pero ¿sabes? Eso me hace sentir viva. Ni mil millones de críticas podrán amedrentarme jamás, por muy asustada que esté, por mucho miedo que tenga. Y nosotros seguiremos creando mil millones de universos, uno por cada repicar de nuestras copas, mientras el mundo se rompe poco a poco a nuestro alrededor...

Porque contigo, mi vida, incluso mil millones de besos se me quedan cortos.

lunes, 17 de octubre de 2011

Copa vacía

Lo sé, la copa se está quedando vacía.

No es porque yo quiera. A veces parece que la botella pesa demasiado. La miro y la acaricio; está tan fría que desprende agresividad. No me atrevo a levantarla; simplemente no puedo. No tengo la mente nublada, no me duelen los brazos, no es que no tenga sed. Sé que no es cobardía. Desconozco el motivo, pero la copa se está quedando vacía y eso me da mucha rabia.

Tú me miras con ojos de asombro mientras yo me limpio los labios con la servilleta. No estás asustado, o al menos no dejas que me dé cuenta de ello. Me coges una mano y la besas con suavidad. Yo vuelvo a mirar la botella llena y mi copa vacía. Y un poquito más de mi voluntad desaparece volátil como el alcohol. Me tienes hechizada.

No sé qué es peor, si el vacío de mi copa o la vida en mi corazón, que late con más fuerza que nunca, de tal manera que duele. Las luces naranjas de la noche son más cálidas y acogedoras; las lágrimas tienen un significado completamente distinto ahora que me abrazas. El destino es incierto y eso me perturba enormemente. No sé cuál de mis yoes tiene más miedo. Es normal, pienso. Y suspiro.

Las luces de la ciudad pasan rápido mientras yo pienso en mi copa y siento tu mano sobre la mía. Ya no importa. Porque sé que la rellenarás por mí, y brindaremos juntos...

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Madrid

Madrid.

Otra vez.

Pero esta vez, de algún modo y de muchos modos al mismo tiempo, es diferente.

「あわれ」 Esa palabra japonesa describe a la perfección cómo me siento.

Ojalá tuviese un ordenador a mi alcance; mis dedos son más rápidos tecleando que moviendo un bolígrafo. Todas las frases que quiero decir pasan por mi cabeza fugaces y yo intento cazarlas, pero se me escapan como un puñado de fina arena y al final sólo puedo escribir palabras inconexas y confusas. Y pierden el sentido real de lo que quiero decir.

Me pongo el pijama y me quito las gafas diecinueve horas y media más tarde, pero no puedo despegarme de la música, que me ha acompañado durante la mitad del trayecto, ahora en el suelo, antes más cerca de las estrellas.

Y he visto la luna y he podido acercarme un poquito más a ella, siempre tan altanera y tan perfecta, con su mueca imitando una gélida sonrisa de cristal. El amanecer era rojo como en Marte, y yo me sentía en una nave espacial que me llevaría lejos, y luego un poquito más lejos, a algún lugar en el que perderme y del que no volver, aunque sí, quizá tarde o temprano, escapar.

Y he visto un inmenso y oscuro mar en llamas; todo era del color de la ceniza, y me parecía observar el infierno desde las puertas del cielo. Y yo sólo quería subir más, y un poquito más, hasta observar el mundo quemándose, ardiendo bajo mis pies mientras yo reía amargamente, y no quería bajar a ese mundo gris jamás.

Tengo sueño y me escuecen los ojos, pero no quiero dormir. No todavía.

Porque me he perdido en la húmeda noche de invierno de Madrid, y aunque al principio sólo quería descansar, más tarde he disfrutado de sus calles solitarias y frías y de la fina lluvia que, sin osar tocarme, me empapaba el corazón y me arrancaba una amarga sonrisa.

Y he decidido caminar sin rumbo hacia lo desconocido, sin mirar por dónde iba, sólo pensando en perderme y deseando no tener que volver al hotel jamás; ojalá hubiese seguido caminando durante horas, esperando que mis piernas no me fallaran, hasta llegar a algún lugar desconocido y nuevo en el que estirarme y dormir bajo un cielo sin estrellas, al abrigo de las frías copas de los árboles y la solitaria luz de las farolas.

Y el Destino por una vez me ha hecho un favor, aunque sé que después lo pagaré caro; sin quererlo me he encontrado ante la Gran Muralla China, rodeada de dragones míticos y con las aguas del Río Amarillo reflejando mi triste mirada. Pero en el cielo seguían faltando las estrellas, porque una inmensa tormenta de plumas de fénix y escamas de dragón las cubrían. Una familia más me acogía en su regazo, y me alimentaba y me sonreía mientras todos hablaban en su idioma, y yo observaba a la niñita que me observaba, y la música de un instrumento parecido a un shamisen me transportaba a un mágico lugar de verdes montañas y mansos lagos. Me acabé hasta el último grano de arroz y sólo quise descansar en uno de esos aposentos lleno de dragones chinos, sobre cojines de hermosas sedas de colores. Pero sólo pude inmortalizar una pequeña, minúscula parte de aquel inmenso mundo, y cuando me di cuenta estaba observando la entrada del local, que ahora parecía la infranqueable puerta de un majestuoso templo prohibido para mí.

Entonces la música me llevó a otra parte, en la que el agua cae al revés y el frío cala hasta los huesos, y nadie mira porque todo el mundo lo ha visto. He mirado el suelo y lo he retenido, y sólo una sombra de lo que soy queda en esa imagen: un color desconocido para la gente.

El tiempo dejó de existir, pero el mañana llega, y lo único que nunca termina es la música, que si sabemos escuchar nos hablará de la dualidad de las cosas. Porque mientras la música suena, el mundo puede detenerse y pasar muy rápido a la vez, y puede obligar al tiempo a perder su forma y desaparecer. Y la lluvia cae, siempre tan amable, intentando llevarse todo lo malo que nos rodea.

Porque me he perdido sin quererlo pero deseándolo; rodeada de rostros desconocidos, me he sentido más cerca de mí misma que nunca, y no me ha importado que me observaran, porque al fin y al cabo me habrán olvidado en tres segundos y jamás me volverán a ver.

No quiero volver. 帰りたくない。

No quiero que esta noche termine jamás. Pero ni el mejor de los deseos servirá para cambiar el mundo, de modo que sólo puedo consolarme con la idea de que mañana, una vez más, podré perderme en otra dirección para encontrar de nuevo cosas maravillosas que me inspiren y me produzcan esa melancolía que, quizá no tan inintencionadamente, he aprendido a desear y añorar.

Y ahora, aunque mi cuerpo cansado me obliga a dormir, mi mente sigue formando extrañas imágenes que, al menos esta vez, no podré traspasar al papel, y que con toda seguridad acabaré olvidando mañana por la mañana, cuando la luz del sol me devuelva con su crueldad al mundo real y sus imposiciones.

Y soñaré con ese mundo real como castigo a mi egocentrismo, ya que hoy he sido reina por un momento y he soñado despierta, cambiando a mi antojo lo que me rodeaba, dándole el significado que yo deseaba que tuviera.

Buenas noches.

(Y entonces apago la luz y mi mente estalla.)

Escrito el 15 de enero de 2007
en un hotel de Atocha, Madrid

sábado, 10 de septiembre de 2011

Inolvidable

Los macarrones salieron volando por encima de la mesa cuando ella se levantó airada, acabando algunos en la ensalada de él, el resto esparcidos por el suelo. El cuenco con el queso rayado rodó lentamente hasta pararse a los pies de la mesa de la izquierda, dejando tras de sí el rastro de su trayectoria. La botella de cristal rebotó contra el suelo con un sonido seco y la mitad de su contenido se vertió sobre las baldosas anaranjadas. Sólo un susurrado "¿Pero qué...?" perturbó el silencio que había inundado el restaurante.

Ella bajó la mano en la que aún sostenía la copa, ahora vacía, y miró fijamente la cara de él, completamente empapada de agua. Estaba de pie ante él, apoyada en la mesa de mantel blanco con ambas manos. Su pulso se había acelerado y todavía podía sentir la ira en la boca del estómago.

- Siempre quise saber qué se siente al tirarle el agua a la cara a alguien. Gracias, tú me lo has puesto en bandeja. Y ha sido inolvidable.

No volvieron a verse.

jueves, 11 de agosto de 2011

Vaquero

Coge tus pistolas, vaquero, y huyamos a la tierra donde nunca se pone el sol...

Una tierra que dé al mar, para poder jugar con las olas mientras observamos con envidia y una sonrisa en los labios el vuelo de las gaviotas. Una tierra en la que las tormentas eléctricas nos visiten con frecuencia para poder pedirle mil deseos a los rayos; una tierra de lluvias torrenciales para poder bailar bajo ellas, respondiendo a los truenos con carcajadas mientras extendemos los brazos y alzamos la cabeza hacia el cielo, siempre arriba, más allá del vuelo de las gaviotas. Una tierra de silenciosos amaneceres en los que la brisa nos despierte con suavidad mientras el resto del mundo gira frenéticamente; una tierra de colores brillantes que nos descubra a cada paso algo nuevo, algo nunca antes visto, algo que mantenga nuestra infantil curiosidad siempre viva. Una tierra de altos acantilados desde los que observar el lejano horizonte mientras las olas rompen a nuestros pies, refrescando nuestra piel y nuestras almas; en la que el cielo cambiante nunca nos aburra, en la que podamos observar los múltiples colores del agua a través de los miles de prismas de un solo copo de nieve, de un solo grano de arena. Una tierra de frondosos bosques en cuyos árboles podamos reposar nuestras espaldas mientras sus copas nos arropan y sus hojas nos adormecen con su suave sonido; una tierra que no nos dañe los pies, que nos invite a viajar, que nos deje ser todo lo aventureros que decidamos ser. Una tierra donde no exista el miedo a enamorarse, a ganar o a perder, a pasar desapercibidos o a ser los reyes del mundo; en la que podamos ser siempre nosotros mismos, sin espejos mentirosos ni miradas furtivas ni monstruos debajo de la cama. Una tierra en la que no existan las sombras...

Vaquero, coge tus pistolas y tíralas bien lejos, a lo más profundo del océano en un plateado atardecer de tormenta, y mientras lanzas tu último alarido de gloria deja que una lágrima caiga por tu rostro, la última que derramarás jamás, para que su sal se confunda con la del mar... Y celebra el fin de las tinieblas en tu corazón.

Y luego... huyamos juntos a la tierra donde nunca se pone el sol.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Ella

Me visita muy pocas veces. No es que le guarde rencor. A veces me preocupo por ella, pensando que quizá está demasiado estresada o que incluso me tiene miedo; en esas ocasiones aguardo pacientemente su llegada, dejando que se tome el tiempo que necesite, sin presiones ni reproches. Pero otras veces no tengo más remedio que enfadarme. Porque cuando más la necesito ella no está, y por más que la llamo y que invoco su presencia ella no se digna en aparecer. Pienso entonces que anda escondida tras la luna, altanera y soberbia, sonriendo con muecas de niño travieso desde el firmamento, y que observa con placer mi sufrimiento, mi eterna espera, mis fútiles intentos por hacer que vuelva a mi lado. Y sólo siento que disfruta con ello.

Es traviesa y adorable. Me ha otorgado enormes satisfacciones y desastrosas frustraciones a lo largo de los años. Sus frutos son ricos y jugosos, pero tan escasos que se convierten en un manjar casi prohibido, lujoso y caro. Es caprichosa, puesto que aparece en los momentos menos adecuados; justo antes de dormirme, o en mitad de una llamada telefónica, o cuando me estoy duchando y apenas me da tiempo a llegar al trabajo. Pocas veces puedo dejarlo todo a un lado para concentrarme en ella, y cuando al fin me encuentro disponible, ella ya se ha ido allá arriba, con la luna, y vuelve a reír. Quizá viva en una estrella más allá de la luna, como el Principito, y tenga que ir a regar su rosa cada día, y a comprobar que la oveja no ha salido de su caja. Apenas la conozco y sin embargo siento su ausencia como una herida profunda en el corazón.

"Vuelve", grito al vacío, "te necesito". Hace tiempo que no la veo. Antes solía disfrazarse de Morfeo y cada noche tiraba un poquito de arena sobre mis ojos para que visitara otros mundos. Eso acabó, y entonces se convirtió en incontables noches de borrachera y desdicha, y por ello vi mi propio mundo desde otra perspectiva, oscura y difusa como un cristal viejo y mal pulido. Ahora no sé qué extraña forma habrá decidido utilizar para su próxima visita, pero algo me dice que esta vez tendrá rostro humano, y la oscuridad de las calles de invierno dará paso a la luz cegadora del sol de agosto. Quizá me equivoco, sólo ella lo sabe. Pero hasta que eso suceda sigo esperando, paciente y enfadada, su regreso sutil y atronador, como una lejana tormenta de verano que predice el fin del mundo.

martes, 26 de julio de 2011

Fuera de cobertura

Claudia estaba fuera de cobertura.

La llamaron, le escribieron, intentaron verla sin éxito. Ella nunca decía que no; simplemente permanecía callada. No estaba desaparecida sino quieta, como uno de esos muñecos de cera de los museos. Su postura era tan absolutamente estática que daba la sensación de que el tiempo se hubiera detenido dentro de la burbuja que la rodeaba. No pestañeaba, no se quejaba; no hacía otra cosa más que existir, que estar ahí, sin interacción, sin reciprocidad.

Un día alguien pensó en hacerle cosquillas. Se acercó como un gato vigilando su presa, sin apenas ser ruido, mimetizándose con el entorno, como si de un camaleón se tratase. Pero Claudia estaba fuera de cobertura, al igual que su corazón, por lo que cuando el gato-camaleón se le acercó para jugar un rato, ella ni se inmutó. Hacía tiempo que Claudia no creía en los colores naranjas y rojos del deseo y la diversión, porque por experiencia sabía que al final esos colores se volvían grises y negros. No tenía fuerzas, por no decir ganas, de volver a pasar por lo mismo. No había colores en su vida; sólo una película transparente e infranqueable que la mantenía aislada del mundo exterior. Tras varios intentos el gato-camaleón desapareció de su vista, sin mirar atrás. Sus intentos no habían superado los de los anteriores gatos-camaleón. Por lo que para Claudia no valían la pena.

En otra ocasión Claudia se quedó observando su sombra. En un día claro y sin nubes su sombra parecía brillar con luz propia; de un color negro brillante y resplandeciente, la moteaban incontables puntos de colores eléctricos que danzaban suavemente de un lado para otro. Pero de repente su sombra cambió de forma, convirtiéndose en una mancha amorfa que se reía de ella y que parecía querer escapar. Claudia sintió un escalofrío y cerró los ojos con fuerza, pero aun así su sombra seguía visible en su retina, danzando, riendo, cambiando. Envolvía y apretaba a Claudia como una enorme serpiente mientras le susurraba al oído palabras incongruentes y sin sentido; crecía hasta ocuparlo todo, causando una terrible sensación de agobio, y empequeñecía hasta casi desaparecer, haciendo que Claudia se sintiera tremendamente sola. Pero incluso su sombra-serpiente se cansaba de jugar, al igual que el gato-camaleón, y entonces volvía a su forma original y todo regresaba a la normalidad. Claudia no se fiaba de ella.

Claudia estaba fuera de cobertura y tenía sus motivos. Pero también sabía que el tiempo avanza y que nada es eterno, y llegaría el día en el que los gatos-camaleón la rodearían y dejarían de ocultarse, cubriendo su sombra-serpiente hasta controlarla; y la sombra-serpiente sonreiría amablemente a Claudia y no la molestaría más. Pero hasta entonces, Claudia seguía siendo un muñeco de cera en un museo, cubriéndose de polvo y suciedad, esperando su momento.

miércoles, 15 de junio de 2011

Los cinco hermanos chinos

El aceite hirviendo chisporroteó al contacto con el huevo que la madre estaba a punto de freír. El zumbido del extractor de la cocina obligaba a que la niña, sentada en su taburete frente a la pequeña mesa verde, elevara la voz mientras leía para que su madre pudiera oírla. Flotaba en el ambiente el olor cálido a patatas fritas recién hechas, y una suave y refrescante brisa le movía los rizos en aquél caluroso mediodía de un verano de mediados de los ochenta.

"Entonces el cuarto hermano dijo: '¿Puedo ir a despedirme de mi madre?'", leía la niña con máxima concentración y tremendo interés. Era la segunda vez que leía ese cuento y ya lo recordaba perfectamente, por lo que tenía cierta fluidez, aunque de vez en cuando se quedaba encallada en alguna palabra.

La madre sirvió el huevo recién hecho sobre un plato de vidrio opaco y cortó dos rebanadas de pan. Añadió unas pocas patatas al plato y le pidió a su hija que retirara el libro para no ensuciarlo mientras comía. "¿Te acuerdas del cuento que leímos ayer?", le preguntó con cariño mientras le alcanzaba una servilleta limpia. La niña frunció el ceño con gesto pensativo, y tras unos segundos y un apenas audible murmullo miró a su madre y le dijo: "¡Sí! ¡El del cuervo y la jarra!", y sonrió. La madre le pidió entonces que le resumiera el cuento. La hija, entre mordisco y mordisco, iba explicando alegremente cómo un cuervo que no alcanzaba a beber el agua del fondo de una jarra acabó saciando su sed tras tirar piedrecitas en su interior para que el nivel de agua subiera. ¡Qué idea tan ingeniosa le parecía a la niña! Pero, seis patatas fritas y una yema de huevo entera después, le dijo a la madre que quería seguir leyendo la historia de los cinco hermanos chinos.

Porque la historia era exótica y fantástica y, a diferencia de otros cuentos y fábulas, tenía muchos personajes, y China quedaba muy lejos para ella, y no dejaba de sorprenderle y fascinarle el hecho de que al primer hermano le cupiera todo un mar en la boca, que el segundo hermano tuviese el cuello tan duro como el hierro y que fuera imposible cortárselo, que el tercero pudiera estirar brazos y piernas tanto como desease, que el cuarto aguantara el fuego sin ningún problema, y que el quinto fuera capaz de estar sin respirar horas y horas. Todos esos poderes especiales llamaban mucho su atención, y se imaginaba siendo poseedora de cada uno de ellos. ¡Cuántas cosas podría hacer con ellos!, pensaba mientras comía un Petit Suisse de fresa.

Han pasado más de veinte años desde ese día y la niña es ahora una mujer adulta y no tan inocente como en su niñez, aunque todavía guarda un poco de esa ingenuidad infantil que la ayuda a dejarse sorprender e ilusionar por los más pequeños detalles de la vida. Está haciendo cola para pagar un par de libros de un autor japonés de posguerra, y al ojear uno de ellos le ha venido ese recuerdo a la mente; un recuerdo que de repente, en el momento y de la forma más inesperados, llega nítido y fuerte, como si todo hubiese sucedido ayer. Y entonces ha sentido una enorme gratitud hacia su madre, aquella joven muchacha que le inculcó la pasión por la lectura y los libros, y que no sólo la había obligado a leer un poquito cada día, sino que además había hecho algo mucho más importante por ella: enseñarle a entender lo que había leído. Y mientras la muchacha saca el monedero del bolso se le escapa una sonrisa, y cuando la cajera la mira, ella le dice: "Tengo que darle las gracias a mi madre...".

martes, 14 de junio de 2011

Itadakimasu

いただきます

Primero bendijo los alimentos a coro, al principio con sentimiento, luego por costumbre, sin pensar.
Más tarde sólo movía los labios en un discreto playback, hasta que acabó cerrándolos en un acto arrogante de juvenil rebeldía. Dejó de creer en bendiciones y demás parafernalia religiosa.
Hubo entonces una época en la que solía desear buen provecho, básicamente por educación. Dejó de hacerlo cuando nadie le deseaba buen provecho a ella.
Durante unos años no tuvo con quién bendecir los alimentos ni a quién desearle buen provecho. Comía y cenaba sola platos recalentados a base de microondas baratos, platos congelados y sobras más cercanas al aburrimiento que a una agradable velada. Estaba triste.
Y finalmente se reconcilió con una parte de ella misma que había intentado ocultar, y eso le abrió puertas y volvió a sonreír. Por eso, aunque sea en un idioma que no mucha gente domina en esta parte del planeta, aunque la miren raro y arqueen las cejas, al terminar y como agradecimiento ella siempre junta las manos y dice:

ごちそうさまでした!

jueves, 9 de junio de 2011

Caparazón de escarabajo

Hoy Claudia ha salido a la calle con el corazón en un puño y un nudo en el estómago.

No tiene razones realmente objetivas para sentirse de ese modo. Su vida fluye en el día a día con pequeños detalles favorables y desfavorables, como el resto de vidas. La suya no es una excepción. Pero a veces no puede evitar sentir pánico. No es pánico en el sentido literal de la palabra; no al menos como lo definen los libros de psicología y psiquiatría. En la escala interna de Claudia, a pesar de todo, ella define esa sensación como pánico.

Lleva ya tiempo intentando encontrar una lógica al hecho de que, de vez en cuando, sienta unos deseos difícilmente reprimibles de salir corriendo del metro. O que se imagine a sí misma disparando a ese maldito pájaro que se pone a chillar cerca de su ventana durante las noches de primavera. Lo que más la confunde es que esos deseos no persisten en el tiempo; a veces no le importa viajar en un vagón abarrotado de gente, y otras veces ni siquiera se entera del agudo piar del pájaro. Y ese vaivén de sensaciones es agotador.

Hoy Claudia no se fía de la gente. No cree en las sonrisas ni en los comentarios agradables. Cualquier gesto educado puede esconder una pesada broma; cualquier silencio puede esconder estúpidos secretos que nadie le quiere contar. Por eso, como otras tantas veces, Claudia saca brillo a su caparazón de escarabajo que, aunque pesado, le ayuda a alejarse emocionalmente de las fuentes de su dolor. Entonces Claudia mira y calla, se concentra en su mundo y escucha, sonríe con falsedad y, poco a poco, se aleja de todo lo que le rodea.

Hoy Claudia ha salido a la calle con ganas de esconderse bajo la cama, sintiéndose estúpida y avergonzada, maldiciéndose por su extrema ingenuidad, deseando que esas emociones se marchen con la lluvia que, pese a los grises nubarrones, no acaba de llegar.

Porque una vez más Claudia se ha permitido el lujo de que le hagan daño.

jueves, 26 de mayo de 2011

La clienta del bar

   - ¿Sabes?
   - Dime.
   - Dicen que los gatos absorven la energía negativa.
   - ¿Ah sí? ¿Por qué?
   - Porque cada vez que acaricias el lomo de un gato te estás haciendo un masaje en la palma de la mano, que tiene un montón de puntos de acupuntura y reiki. De modo que al estimular la palma de la mano en su lomo, estás limpiando tu energía. O eso dicen...
   - Vaya, no lo sabía.
   - Sí. Pero como yo no tengo gato, acaricio tu espalda.
   - Si supiera, te juro que ronronearía...

Ella, borracha, se quedó dormida sobre la mesa. Él, ausente, retiró su última copa y comenzó a recoger la barra. Era tarde y tenía sueño, y se sentía ligeramente frustrado. No sabía por qué, y eso lo frustraba aún más, de tal modo que metía las copas sucias en el lavaplatos con el ceño fruncido, como si las estuviera regañando. Luego se puso a barrer el suelo, retirando las sillas con cuidado para no despertarla. Cuando acabó, la observó con atención.

Al día siguiente a ella le dolería la espalda. Y la cabeza, con toda seguridad. Se le habría corrido el kohl azul de los ojos, lo que acentuaría sus ojeras cansadas. Tendría el pelo desordenado, la piel reseca y mal aliento. Pero lo peor es que se sentiría mal consigo misma. Tan mal como para prometerse por enésima vez no volver a ese bar. Y entonces desaparecería durante unas semanas, para luego volver a aparecer por sorpresa, sonriente, sin remordimientos. Como venía haciendo desde hacía cuatro años.

Pero esa noche algo había cambiado. Él la llevo a hombros hasta su casa y la metió en la cama. Se quedó allí un rato, mirando cómo ella respiraba profundamente, sin apenas hacer ruido. Era hermosa. Siempre la había deseado, pero nunca se lo dijo. Le dejó un vaso de agua en la mesilla de noche, sabiendo que al despertar ella lo agradecería. Y luego se fue sin mirar atrás, como otras tantas veces, preguntándose cuánto tardaría ella esta vez en volver al bar.

Nunca lo hizo. Él no la buscó, no se acercó a su casa, no la llamó por teléfono. De ella sólo sabía su nombre de pila y que no tenía gato. Los clientes nunca preguntaron por ella, ni él a ellos. Se esfumó de esa manera imperceptible, como la niebla, como las cosas que se mueven muy lento. Y aunque nunca la olvidó, con el tiempo sus recuerdos se fueron diluyendo como azúcar en leche caliente, y sólo volvían a él cuando el nuevo inquilino del bar, un pequeño gato moteado, llegaba de noche reclamando agua y se quedaba dormido en la mesa, mientras él le acariciaba suavemente el lomo, sonriendo...

viernes, 20 de mayo de 2011

Bichos

Una noche más, te acuestas esperando disfrutar de un sueño reparador.

Te pones el pijama, te deslizas bajo las sábanas. Enciendes la pequeña lámpara para leer un rato. Abres el libro; ya llevas más de la mitad. Es una novela bastante mediocre, uno de esos best sellers de los que intentas huir y que tan bien escritos están, con esa prosa casi perfecta que mantiene un ritmo trepidante pero que, al final, no cuenta nada. Sabes que, cuando acabes de leerlo, probablemente lo cerrarás preguntándote qué mensaje quería enviar el escritor, si es que pretendía enviar algún mensaje. Los libros sin mensaje no te gustan. Y un libro no tiene mensaje cuando, tras leerlo, tienes que esforzarte por recordar qué narices pasaba en sus páginas. Por eso esta novela es mediocre, pero al menos te maniene entretenido un rato.

De repente una pequeña mosca pasa ante tus ojos. Apenas mide un milímetro, así que no estás seguro de que sea una mosca. Muchas veces has visto a estos bichos volar en grupo por encima de las copas de los árboles, en tardes de primavera y verano, con movimientos rápidos y enérgicos. Y sabes que de vez en cuando se cuelan en casa. Y van hacia la luz. Y ahora mismo tienes un bicho de esos volando alrededor de tu cabeza.

No te gustan los bichos. Moscas, mosquitos, hormigas y, ante todo, arañas y cucarachas. Así que cierras el libro y sales de la cama, mirando con atención a la luz, esperando pacientemente a ver la mosquita. Y cuando la ves, la cazas con las manos. Luego compruebas tu logro, y ahí está, el minúsculo cuerpo chafado contra tu piel. Te limpias y te vuelves a meter en la cama. Parecerá una tontería, pero te has estresado. Esperas a que poco a poco tu corazón se desacelere. Y sigues leyendo.

Lo malo es que ya van dos bichos hoy. El primero ha sido una araña en el baño, al lado de los cepillos de dientes. Y ahora la mosquita. Eres muy aprensivo para estas cosas; en cuanto ves un bicho empieza a picarte todo. La oreja, el antebrazo, el pie. Por eso intentas concentrarte en la lectura. Al cabo de diez minutos te das por vencido, cierras el libro, apagas la luz e intentas no pensar en bichos. Sólo quieres dormir.

De repente escuchas un sonido extraño. Parece que algo rasca en la pared de tu ventana. Crec, crec, crec. Tu mente busca rápidamente una explicación coherente y objetiva. No la encuentra. Te imaginas a una enorme araña subiendo por la pared, dirigiéndose a la ventana abierta, y luego bajando hasta el suelo para luego acercarse a tu cama. No, no, no. Eso es simplemente imposible. Una araña no haría ese sonido. Es más propio de una lagartija. O de varias de ellas. Lagartijas de grandes garras. ¿Tienen garras las lagartijas? No importa, porque abres los ojos en la oscuridad, y aunque sabes que no puedes ver nada, ahí están. Una tras otra, lagartijas de todos los colores se están colando en el dormitorio por la ventana abierta. Los colores son vivos, brillantes: rojos, verdes, azules, amarillos, naranjas. Las lagartijas no tienen ojos, pero mueven la cabeza de un lado a otro, como observando el entorno. Y se van metiendo debajo de tu cama. Crec, crec, crec. Tu corazón late rápido y has empezado a sudar. Cierras los ojos con fuerza y te tapas hasta la cabeza con un movimiento seco. Y entonces el sonido se detiene.

Dejas que pasen unos minutos, hasta que te destapas lentamente y respiras aliviado. No hay lagartijas. No hay mosquitas ni arañas ni garras ni colores brillantes. Y te sientes agotado. Sin apenas moverte y sin entender nada, cierras los ojos y, ahora sí, caes en un profundo sueño. Ojalá sea reparador.

Al día siguiente no recuerdas absolutamente nada. Sólo sabes que leíste un rato y que luego te dormiste, como siempre. Pero debajo de tu cama hay dos lagartijas muertas, que tu gato se encargará de hacer desaparecercon un crec, crec apenas perceptible, mientras tú estés duchándote. Y tu gato sonreirá satisfecho desde su sitio en el sofá mientras tú te subes al vagón de metro...

sábado, 7 de mayo de 2011

Triste viento

Hoy es una de esas noches en las que parece que el mundo está desierto.

El viento sopla con timidez y sin apenas fuerza, y se lamenta deslizando sus penurias por las fachadas de los edificios, lamiéndolas, serpenteando. Es un llanto apagado y triste, pausado, contenido. El viento no quiere ser oído, no quiere molestar. Hoy el viento está cansado.

En el exterior una enorme palmera danza asustada y solitaria, y sus hojas son como esas cortinas de una vieja casa abandonada que se mecen a cámara lenta cuando un espíritu atormentado las roza. El sonido que ese movimiento produce recuerda vagamente a lágrimas cayendo sobre mojado; a sábanas retorciéndose sin sentido; al agua siendo arrojada sobre un suelo de frías baldosas sin vida. Es una melodía que asusta, que alerta, que inquieta, que no duerme. Y el viento se lamenta.

De fondo, un rumor que no termina de apagarse. Un susurro constante, una molesta vibración que consume y apaga cualquier otro sonido posible. Hay muchos vientos, y todos han decidio salir a airear sus desgracias al mismo tiempo. Por eso el lejano murmullo se mantiene en el tiempo, cual avión sobrevolando el cielo, congelado su movimiento pero no su sonido. Parece un eco lejano, pero en realidad es un son sin núcleo, constante, que se encuentra en todas partes y en ninguna a la vez. Y a veces, sólo a veces, ese eco se vuelve un rugido, como si estuviera más cerca, pero en realidad sólo está más enfadado.

Y el viento sigue triste, y el silencio de la noche es un silencio quejica y chillón.

En esta noche no hay gatos que maúllen, automóviles que se desplacen, perros que ladren ni gemidos de placer. No hay voces al otro lado de la pared ni televisores con el volumen demasiado alto; no hay discotecas ni cines ni fiestas en las terrazas. Nadie friega los platos ni camina por los pasillos con pesadez, y hace rato que los bebés no lloran. No hay risas ni golpes ni campanas de microondas ni teléfonos que suenen; no hay cubitos de hielo chocando contra el cristal ni ronquidos ni besos. No hay más sonido que el de los vientos que se quejan y los árboles que se asustan. Y, a veces, un portazo, un cubo chocando contra el suelo, una persiana rota. Objetos que caen descompuestos en pedazos como si el mundo se fuera despellejando poco a poco.

Por eso hoy es una de esas noches en las que parece que el mundo se ha muerto.

lunes, 2 de mayo de 2011

Desconexión

Él quiere escapar, pero todavía no sabe cómo hacerlo.

Está agobiado, estresado, cansado. Siempre atento, siempre alerta, mirando continuamente por encima del hombro virtual que lo separa del resto de la humanidad. Ha llegado a un punto en el que siente observado, perseguido, criticado y adorado al mismo tiempo. Hace tiempo que se siente mal. Hace menos tiempo que ha empezado a reconocer ante sí mismo que tiene un problema. Todavía no se lo ha dicho a nadie.

Tampoco tiene intención de hacerlo. Simplemente quiere desaparecer. Dejar de contestar a los mensajes. No encender el ordenador de casa ni coger el teléfono. Apagarlo. Con un simple gesto, en tan sólo un par de segundos, puede desconectar de todo y de todos. La intención principal es pasar cuatro o cinco días aislado del mundo. Lógicamente, seguirá yendo a trabajar; comprará el pan, como cada día, y tirará la basura; saludará a los vecinos de su escalera, cogerá el metro en hora punta y caminará por las calles de la ciudad escuchando música. Como siempre. Pero algo habrá cambiado.

Se habrá quitado un peso de encima. Se olvidará de las vibraciones imaginarias, de las melodías repetitivas y de los juegos y bromas estúpidos y sin sentido. No le preocupará el mantener el listón de la gracia de payaso aficionado bien alto. No tendrá que demostrar a nadie lo feliz que es y lo plena que es su vida. Al fin podrá dejar de ser un hipócrita, al menos durante unos días. El mundo, ese mundo virtual amplio y veloz, ese mundo que cabe en un bolsillo, perderá entonces todo su peso, y él podrá relajarse y descansar.

Él quiere escapar, y ya tiene un plan. Ahora sólo le falta el valor necesario para llevarlo a cabo...

miércoles, 27 de abril de 2011

Bloqueo

Claudia está bloqueada. Se encuentra en ese punto exacto en el que mira pero no ve. Sus ojos no enfocan, siempre apuntan al infinito. Ella lo intenta, con toda su alma. A veces lo consigue, aunque por poco tiempo. Y entonces vuelve a observar la nada que sólo ella es capaz de sentir.

Todo empezó un día de esos en los que uno piensa: "Luego". Mala palabra, ese "Luego". Porque el "ahora" se convierte en largos minutos tumbada en la cama, mirando al techo. "¿Y esa marca?", se pregunta. "¿De veras ha estado siempre ahí?". Pero Claudia no se mueve. Sólo navega por los recuerdos de su mente, hasta que encuentra uno que le dice que sí, que esa marca ha estado siempre ahí. Entonces cierra los ojos durante unos segundos para después abrirlos y mirar por la ventana. "Qué azul está el cielo hoy". Y permite que un torrente de emociones viajen a través de ella. No las controla, simplemente deja que pasen. Una tras otra. Algunas hacen daño, otras gritan. Se pisan entre ellas, se empujan, salen corriendo y muy pocas veces vienen para quedarse. O quizá sí. Claudia no se da cuenta.

A veces Claudia se sienta al borde de la cama, cruza las piernas y se mira en el reflejo del cristal de la ventana. Se masajea la espalda, juega con su pelo. Mira su estantería repleta de libros, para no encontrar nada nuevo. "Podría empezar ése que compré hace medio año". Esa idea es como un dolor sordo y lejano, sin la fuerza suficiente para generar una acción. Claudia se odia por ello. Pero sabe que cogerá el libro, leerá las cuarenta o cincuenta primeras páginas, y a partir de ahí el libro reposará pasivo sobre la mesilla durante medio año más. La escultura perfecta a la falta de constancia. O de motivación. ¿De concentración? Da lo mismo. A la falta de algo.

De modo que Claudia está bloqueada en uno de esos bloqueos tan estúpidos que provocan un tremendo seísmo en su mente. Porque Claudia tiene la maldita manía de imaginar las cosas. Ante la supuesta inevitabilidad de su inacción, su otro yo realiza todo aquello que ella sabe que debería hacer. Vive su vida como en una película. Es la eterna idea que nunca acaba convirtiéndose en hecho. Y eso le produce más apatía aún.

Claudia está bloqueada, y por ello navega indecisa en un mar de posibilidades. Demasiadas posibilidades entre las que elegir. Al elegir un único, otros muchos únicos se pierden. Es injusto y cruel. Por eso Claudia se queda quieta. Y espera.

Hasta que un día algo la despierta y...

miércoles, 13 de abril de 2011

Tu nombre

Hoy he vuelto a leer tu nombre, y me he dado cuenta del abismo que nos separa.

Había visto escrito tu nombre muchas veces, hace tiempo, hasta que me acostumbré a él, al orden de sus letras, a su forma. Ahora, en cambio, empieza a parecerme extraño, como si no lo conociera. Como si nos acabaran de presentar. Me suena a nuevo, a recién estrenado, a poco usado.

Tu segundo apellido es el que más me desconcierta. Lo pronuncio lentamente, en un susurro apagado, saboreando cada letra, intentando recordar las (pocas) veces que lo dije en voz alta. Pero aun así parece que es una nueva palabra, aunque yo sé que siempre ha estado ahí. En realidad es como si tuviera otro brillo. Como cuando uno está acostumbrado a ver un paisaje desde cierto ángulo y un día la luz cambia, y uno se desorienta. Y entonces pienso: "¿En serio siempre te llamaste así? ¿Fue realmente ése tu nombre?".

Tu primer apellido, en cambio, todavía me produce un desagradable nudo en la garganta. Incluso cuando no se refiere a tí. El corazón aún se asusta y el estómago se contrae ligeramente durante un breve lapso de tiempo. Y no me gusta. Pero al menos ya no no-me-gusta tanto como antes. De hecho, cada vez no-me-gusta menos. He de tener paciencia, esperar un poco más. Unos meses quizá. Y la idea, de algún modo, me da miedo.

No creo que te olvide jamás. Pero hoy el cielo es azul, y como eso me recuerda a tí, lo odio. No te preocupes, hace tiempo la sensación era más intensa. Ahora se repite con mucha menos frecuencia. Y al fin los días de nubes y lluvia han vuelto a alegrar mi alma, que puede reír de nuevo con la sinceridad y la travesura de un niño pequeño, mientras tu nombre se diluye poco a poco...

Imagino que llegará el día en que me cueste unos segundos recordar tu nombre completo. Sé que cuando eso pase y al fin me venga a la memoria, lo verbalizaré y pensaré: "¿Todo aquello para acabar así, olvidando?". Supongo que a ti te sucederá lo mismo. Eso debería enseñarnos algo. O darnos sobre qué pensar, al menos. Pero vivimos ambos tan atados al presente que no le dedicaremos a la idea más tiempo del que se tarda en leer estas líneas. Y luego, poco a poco, seguiremos olvidando lo que una vez fue importante, dejando que el polvo acumulado por los años y la falta de visitas acabe haciéndolo desaparecer.

Hoy he vuelto a leer tu nombre, y ha resonado lejos, como un eco sordo de lo que en su día fue un grito intenso... Y el cielo sigue siendo azul.

lunes, 11 de abril de 2011

Música

El Olvido se ha apoderado de tu mente, pero tú no te has dado cuenta.
El Recuerdo ha sido derrotado por la Ceguera y la Confusión, consumiéndolo poco a poco.
Las imágenes de tu mente son borrosas, y la Mentira juega con ellas.
El Tiempo te lleva en sus manos, sin que puedas marcar el rumbo de tus pasos.
Pues el Presente es el amo de todas las cosas, y te guía aunque tú no lo quieras.
Siete candados mágicos cierran las puertas al rincón del Recuerdo Puro, pero no puedes abrirlos.
Pues de los candados no conoces su existencia, mas la Intuición al oído te susurra la verdad.
Y la Confusión sigue ahí, manipulando tus creencias y tu pasado.
Y todo pasa, poco a poco, sin que te des cuenta...
Hasta que la Música golpea las puertas de tu corazón, llamándote por mil nombres y por ninguno.
Pero el Presente te grita, y pocas veces llegas a entender lo que ella te dice.
Mas la Intuición está de tu parte, y decides un día escucharla con atención.
Y consigues oír la Música, y el Recuerdo te abofetea en la cara.
Pues has conseguido, sin saberlo, deshacerte de los siete candados mágicos.
Y el Recuerdo Puro te transporta con los sentidos a cualquier punto de tu pasado; y te aleja del Olvido, de la Ceguera, de la Confusión, de la Mentira, del Tiempo y del Presente.
Pero, al igual que las olas del mar, el Recuerdo va y viene, luchando y perdiendo contra todo lo demás.
Mas ahora no debes temer, pues la Música te acompaña.
Y gracias a ella siempre podrás ayudar al Recuerdo a ganar sus batallas.
Pues el Recuerdo siempre está ahí, esperando su despertar...

Texto original de Septiembre de 2005

miércoles, 6 de abril de 2011

Airship era (II)

Una gabardina ondea violentamente a ochocientos metros del suelo. Es de color marrón claro, como la arena de aquella playa que la ciudad perdió hace tiempo. Los botones nacarados producen destellos anaranjados, como si quisieran enviar un incomprensible mensaje en morse. Los zapatos negros y relucientes sobresalen un par de centímetros por el borde, como un gato asustado al que le cuesta vencer la curiosidad. Y por debajo, casi pegada al suelo, la niebla.

Ellos le dijeron que todo iba a salir bien. Que estaría seguro en su apartamento y que no le faltaría de nada. Que la ocupación duraría un par de semanas y entonces podría salir de allí y viajar con su familia, lejos, a alguna isla perdida en el océano. Pero ellos obviaron ciertos detalles.

Los malditos robots llevan varias semanas sin permitirles salir del Sendai. Al principio no fue tan malo. Habían tenido comida y bebida, y la niebla no llegaba hasta sus ventanas, por lo que no corrían peligro. El edificio se autoabastecía con una pasmosa aunque ligeramente intrigante eficacia, que les había permitido incluso organizar fiestas con delicioso caviar y el mejor bourbon del país. Pero con la llegada de los robots las existencias se han agotado. Algunos han intentado negociar con ellos. Otros han querido acudir al mercado negro, que se ha visto controlado por esos gigantescas caricaturas de autómatas de última generación. Unas pocas miles de familias han pasado de la abundancia a la miseria en tan sólo unos pocos días. Y los diamantes ya no tienen valor.

Y no sólo son los robots. Están los negocios fallidos y la bancarrota. Ellos le han ofrecido hacerse matón a sueldo si quiere mantener su estatus. Y para ello tiene que matar a su suegro, uno de los magnates de la ciudad, un excéntrico ricachón con cierta influencia en algunos sectores que podrían considerarse peligrosos para los revolucionarios. La nanobiología es un campo de estudio en pleno auge y con miles de posibilidades. Por eso es necesario controlarla.

Él no está dispuesto a jugar a ese juego cuyas reglas sólo lo conducirán a una cada vez más peligrosa espiral de mentiras y violencia. Si se niega, perderá a su familia. Si les sigue el juego, la acabará perdiendo también, aunque quizá no inmediatamente. Pero si desaparece, al menos a los ojos de su esposa e hijos, incluso de su suegro, se convertirá en un héroe, en un mártir. En esa situación, morir es la única manera de ser mejor persona.

Los potentes focos de las fábricas iluminan un cielo plateado atestado de Wings silenciosos que vuelan un poco por debajo de las nubes. El hombre de la gabardina observa triste el cielo; los aviones le parecen enormes moscas negras y sucias en busca de carroña sobre la que frotarse las patas. Pese a ser tan lentos, tiene la sensación de que, tan pronto como se lance al vacío, los Wings se avalanzarán sobre él como hienas hambrientas. Quizá muera antes de tocar el suelo, donde sus restos no permanecerán ni cinco minutos. El hombre suspira, niega con la cabeza y se mira los pies.

En lo alto del Sendai, junto a la gigantesca aguja en la que ya no repostan los dirigibles, una figura se recorta contra el cielo nocturno. Cualquiera diría que se trata de una estatua, pero en realidad es un hombre desesperado que, sin saber muy bien cómo, ha acabado entre una oxidada espada y una torcida pared. El hombre, perdida toda esperanza, se quita la gabardina marrón y la lanza al vacío, observando con curiosidad y un ligero nerviosismo cómo cae. Y luego él la sigue como si, arrepentido por lo que acaba de hacer, quisiera recuperarla. Y ambos caen al vacío envenenado de una ciudad invadida, sin movimientos innecesarios, en silencio, como si fueran muñecos de trapo. El hombre no grita, sólo cierra los ojos con fuerza, pero eso nadie puede verlo.

Y entonces las alarmas saltan y los pasos de los robots se hacen aún más intensos, mientras los Wings siguen sobrevolando los rascacielos y la aguja del Sendai queda a la espera de su próximo visitante.

martes, 5 de abril de 2011

Dos tardes

Las clases terminaron a las cinco de la tarde, como cada día. Era primavera, de modo que quedaban todavía algunas horas de sol por delante. María recogía sus libros y los guardaba en su raída mochila, intentando olvidar que para el próximo examen tendría que recordar muchas cosas inútiles. Había quedado con Clara para volver a casa andando; tardarían aproximadamente tres cuartos de hora y aprovecharían para contarse todos los cotilleos del día.

La madre de María estaba nerviosa. Eran ya las siete de la tarde y su hija todavía no había vuelto. Angustiada, decidió llamar al novio de María por si sabía algo, pero parecía no haber nadie en casa; estaría trabajando en el bar. Llamó entonces al local y le pidió al muchacho que la ayudara a buscar a su hija. Y él, nervioso y disgustado, recorrió todo el camino hasta el colegio y volvió a casa sin resultado, para encontrar a María y Clara sentadas en un viejo banco del parque a dos calles de su casa. Hubo abrazos, un par de lágrimas y una pequeña reprimenda. María prometió no volver a hacerlo, o picar al interfono y avisar de dónde iba a estar, o llamar desde una cabina telefónica. Y todo quedó en un susto.

Hoy María tiene una hija, llamada Sonia. También sale de clase a las cinco de la tarde, como el resto de niños, pero no suele quedar con amigas. Se pasa el día conectada al ordenador o, en su defecto, al móvil. No suele usarlo para llamar; sólo escribe. "Es más seguro que hablar en voz alta, no quiero que nadie escuche lo que digo", le dice siempre Sonia. Y cuando sale, María le pide que la avise de dónde está. Sonia es muy reservada, o eso cree María, pero en el fondo es una buena chica. Si el plan cambia, manda un mensaje a su madre para que se quede tranquila.

Un día María llama a Sonia para preguntarle dónde ha dejado el cargador del portátil, pero Sonia no contesta. La angustia aparece en menos de diez segundos. María intenta calmarse: "No lo habrá oído". Espera un cuarto de hora y vuelve a llamar. No hay respuesta. Al cabo de una hora María ha hecho siete llamadas sin ningún resultado. En teoría su hija está en casa de una amiga. Es menor de edad, puede pasarle cualquier cosa. La mente de María imagina lo inimaginable. Piensa en llamar al móvil de la amiga de su hija, pero no lo tiene. Tampoco sabe las contraseñas del chat, mail y las redes sociales que usa Sonia. No sabe por dónde empezar. Con el móvil fuertemente agarrado, piensa en llamar a la policía. Y entonces éste vibra, y María contesta, y es su hija, que había salido a la terraza con su amiga y no había oído el móvil. Sonia pide disculpas por no haberlo llevado con ella, promete tener más cuidado la próxima vez, y ambas se mandan un frío beso. No hay abrazos ni lágrimas, y todo queda en un susto.

María ve claramente cómo ha cambiado el mundo, y mientras mira fijamente el móvil piensa que no tiene muy claro qué época prefiere. Lo único que sabe con certeza es que para una madre la sensación de angustia nunca cambia.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Cortar cabezas

   - Estoy nerviosa.
   - Se nota un poco.
   - ¡Cortar cabezas!
   - Cut necks!
   - No tío, eso sería cortar cuellos.
   - Bueno, para el caso...
   - No, no. Hay una diferencia clara entre cortar cabezas y cortar cuellos.
   - Miedo me das...
   - Fácil: cuando cortas un cuello, el corte puede ser superficial o profundo, y puede provocar la muerte o no, pero en realidad nunca llegas a separar la cabeza del tronco. Si lo haces ya no estás cortando el cuello sino decapitando, ¿no crees?
   - ¿Por qué estamos hablando de esto?
   - Pero en cambio cuando digo "cortar cabezas", me imagino las cabezas decapitadas de un simple ¡zas!, de manera que caen rápido al suelo y ruedan. Y la persona muere, claro.
   - Lo cual me parece lógico. Bastante más que esta conversación.
   - Aunque es cierto que cuando se dice "cortar cabezas", es como si estuvieras haciendo un corte en una cabeza, en el cráneo por ejemplo. Como una trepanación. Pero la trepanación es agujerear el cráneo. Bueno, ya me entiendes.
   - A-ha.
   - Lo que sí es cierto es que puede darse la situación en que empieces cortando un cuello y se te vaya de las manos... y acabes decapitando. Mmm, ¿habrá un vocablo para eso? Que incluya el hecho de cortar un cuello, ¡o rebanarlo! Me acaba de venir esa palabra a la mente. Pues lo que decía, ¿habrá una palabra que incluya el hecho de cortar un cuello y una cabeza, es decir, cortar cuello más decapitar? ¿O eso es decapitar a secas, sin importar la intención y la velocidad de corte?
   - Sinceramente, no me interesa este tema. Lo digo en serio. Y se me ha quitado el hambre.
   - Necesito un SmartPhone de esos para poder consultar en Google cuando quiera. Definitivamente. ¿iPhone o HTC?
   - ... ¿Cortar cuellos o cabezas?

martes, 22 de marzo de 2011

Cambio

Salió a la ciudad con una sonrisa en la boca porque al fin se sentía libre. El sol empezaba a reclamar su papel en la recién estrenada primavera y el aire se había hecho algo más ligero, provocando que todos los sonidos fueran más agudos. Por eso sonreía, y tenía ganas de correr por las calles y revolcarse en la arena de la playa y dormir la siesta a la sombra de algún árbol. Porque era libre, porque al fin dejaba todas sus preocupaciones diarias atrás, porque podía vaciar su maleta de cosas viejas y sucias, porque se había quitado un tremendo peso de encima y se sentía tan ligera que se creía capaz de volar.

Salió a la ciudad con lágrimas en los ojos porque esa era la reacción más común ante los cambios bruscos e inesperados; porque se abría ante ella un abismo de incertidumbre y sentía esa especie de miedo escénico ante la idea de tener una vida completamente nueva por delante. Lloraba porque dejaba atrás buenos momentos que quizá no había sabido valorar del todo y porque de repente se sentía algo más sola en su día a día, y lloraba también de alivio, liberando toda la tensión acumulada durante los últimos largos años. Lloraba porque ésa es una de las etapas del duelo; lloraba por tristeza y por felicidad.

Caminaba rápido por la calle, sin importarle demasiado hacia dónde se dirigía. Sonreía y se secaba las lágrimas, y miraba al cielo azul y después a la gente que pasaba por su lado y que la miraba extrañada, y entonces ella volvía a sonreír, aunque tenía miedo a lo que estaba por llegar. Sentimientos encontrados y opuestos que la confundían ligeramente, pero ella seguía sintiéndose ligera, un poco más sana, un poco menos infeliz. Ya llegaría el momento de preocuparse por las cosas importantes; el papeleo, las horas libres, empezar de cero. Se sentía como una niña pequeña a quien le acaban de comprar una libreta y un boli: quiere estrenarlos poco a poco y con buena letra, pero debe decidir qué contenidos crear. De hecho ella era la única que decidía qué hacer con su vida. Sólo había necesitado un pequeño empujón. Pero sabía perfectamente que las cosas buenas estaban a la vuelta de la esquina.

Y así caminaba ella en un lunes tan poco peculiar como la mayoría de lunes de su vida, pero esta vez los colores y el olor del mundo eran distintos, más intensos y mejor dibujados. Ella siempre tenía esa sensación cada vez que sucedía algún gran cambio en su vida. Y se imaginaba el gigantesco abanico de posibilidades, y de nuevo, parada ante un semáforo en rojo, pensó: "¿Qué me encontraré a la vuelta de la esquina?".

Salió a la ciudad como cada día y su vida cambió para siempre. Porque nada es eterno ni imprescindible, porque el mundo es mucho más grande y está más lleno de posibilidades de lo que parece a simple vista. Porque con cada paso que se da, algo cambia...

sábado, 19 de marzo de 2011

Tic-tac

Tic-tac, el tiempo pasa y ella sigue quieta, esperando.

Tic-tac, la noche da paso al día que da paso a la noche, y ella sigue en su rutina, avanzando en círculos. Aunque de vez en cuando también consigue hacer una ese. Que luego se convierte en un ocho.

Tic-tac, a veces el mundo parece detenerse por completo y entonces vive en un eterno día de la marmota, que se convierte luego en el mes de la marmota para acabar siendo el año de la marmota. Otras veces, en cambio, da la sensación de que todo sucede muy rápido. Las imágenes se difuminan y se distorsionan en un curioso efecto Doppler visual y no le da tiempo a comprender nada. Sólo sabe que algo se mueve. Y tras ese algo, miles de otros algos que se mueven más rápido todavía.

Tic-tac, recuerda todo lo que quería ser y que nunca llegó a conseguir, pero aún recuerda con más claridad la maldita incertidumbre de no saber qué hacer, presionándola a todas horas. Demasiadas opciones entre las que elegir sólo una, o dos, le producen la agobiante sensación de estar perdiéndose algo más importante, algo que quizá debería haber elegido. Hasta que llega un punto en el que decide detenerse y simplemente no decidir. Y sólo ve cómo el tiempo sigue su curso.

Tic-tac, los segundos pasan y los trenes quizá también, pero ella no los ve porque está escondida en su oscuro y tranquilo caparazón al que nadie está invitado a traspasar. Demasiado dolor le provoca un miedo atroz a mostrarse sin coraza. Prefiere lo sencillo. Prefiere no actuar.

Tic-tac, y llega el día en el que se mira al espejo y ve todas esas canas, esas arrugas y esas manchas en la piel, y se pregunta qué ha hecho con su vida más que dejarla pasar de largo, ¿y qué le queda? Lágrimas y la certeza de haberse equivocado, y piensa: "Si pudiera volver atrás...". Y entonces sus manos artríticas escriben con dolor una carta a su yo de hace años, y le dice:

"No pierdas nunca la esperanza. Sal, déjate ver. No sufras por lo que no tienes; simplemente disfruta de lo que te rodea. No busques; sorpréndete con cada nueva cosa que encuentres. Quédate con las cosas buenas que la gente te pueda ofrecer, y descarta las cosas malas. No sufras por el pasado; aprende de él. El tiempo pasa y llegará un día en el que quizá quieras decir: 'Disfruté de mi vida'. No hagas que ese día llegue demasiado tarde. Sonríe y sé feliz".

Tic-tac, una muchacha joven se seca las lágrimas y se mira en el espejo. Y un poco por encima de su cabeza, a su izquierda, la ve. Una mujer anciana la mira con dulzura y le sonríe. La muchacha pestañea con fuerza; teme estar alucinando, pero no se asusta. Cuando vuelve a mirar, la anciana ha desaparecido, y con ella su corazón se ha aligerado un poco y le invade una incomprensible e intensa sensación de paz. Entonces se mira a los ojos y poco a poco esboza una sonrisa.

Tic-tac, el tiempo pasa y ella decide empezar de cero.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Nube de información

Le están robando el tiempo.

Información que cae torrencialmente en y desde multitud de lugares. Miles de ojos que observan y luego explican; la objetividad a veces se olvida, la frivolidad impera, ya nadie sabe qué creer. Una inmensa torre de Babel que obliga a rebuscar entre millones de ceros y unos hasta encontrar una fuente fiable.

Un caos de arañazos negros y grises con pinceladas blancas sobrevolando su cabeza. Un link que lleva a tres más, cada uno de los cuales lleva a otros tantos, cual virus. Los links son virus. Cada vez hay más y más. Hasta que al fin se llegue al punto de partida; cuando todos los links apunten a otros links que apunten a esos links primigenios. ¿Es eso posible? Demasiada información que absorber, mientras el planeta entero juega a un trepidante juego del teléfono, ese al que juegan los niños para ver cómo se tergiversa un mensaje al pasar por veinte personas distintas. La calidad importa pero la cantidad impera.

Hasta que al fin todo se detiene y uno elige dónde y con qué quedarse. Y todo se calma, y entonces es hora de leer, y mirar, y ver y oír sin mayor complicación; el trabajo sucio ya está hecho. Ya no hay que buscar porque ya se ha encontrado. Y entonces surge esa extraña adicción a estar constantemente conectado, y el posterior miedo a perder hasta el segundo de silencio más inútil.

En definitiva, le están robando el tiempo. Pero es el precio a pagar a cambio de poder dibujar su propia verdad, su único punto de vista, su particular visión del mundo...

martes, 8 de marzo de 2011

No lo hagas

No lo hagas.

No me critiques; no me corrijas. No me indiques qué hacer, no me señales la dirección, no pretendas guiarme por el supuesto camino correcto. No me impongas tu filosofía de vida; no me intentes convencer de que tienes más razón que yo. No me digas en qué fallo ni cómo debería pensar, ni insinúes que mi actitud es la equivocada. No me vendas psicología barata ni autoayuda de papel reciclado mientras tú tienes tu propia mierda que limpiar. No señales con el dedo de la inseguridad todos mis defectos como si los tuyos fueran menos importantes; no quieras hacerme creer que sólo yo soy un caso perdido. No me recuerdes las cosas que no tengo, en todo caso ayúdame a no olvidar lo que debo atesorar. No me digas lo que sabes perfectamente que no necesito oír; no apuntes y dispares sólo porque haciendo eso te sientes superior. No me mires por encima del hombro o acabarás chocando con los hombros de quienes te miran a tí; no me compadezcas ni sientas pena por mí sólo porque nuestras vidas sean simplemente distintas. No puntualices cada vez que cambio de opinión; no pongas esa cara de extrañada sorpresa con cada pequeño cambio que yo decida hacer. No vengas y te vayas cuando te plazca sin tener en cuenta mis necesidades; no me llames egoísta por verbalizar lo que tú siempre haces. No me engañes diciendo que no tienes tiempo cuando lo que realmente no hay es interés o ganas, ni te defiendas insistiendo en que son imaginaciones mías, porque ambos sabemos que tengo razón. No abras la puerta, des una vuelta, pruebes un poco y luego decidas que lo que ves no cumple tus expectativas; si vienes, es para quedarte. No me vendas que eres feliz con lo que tienes y por cómo eres, ni ocultes bajo la máscara de la indiferencia el vacío y la tristeza que a veces te invaden.

Porque sabes que te pareces demasiado a mí.

Porque en realidad todos vivimos en un mundo espejo...

No lo hagas. No me critiques; no me corrijas.

Sólo acaríciame con cariño y rodéame con tus brazos para que pueda sentir tu respiración; quiero escuchar los latidos de ese corazón tuyo, tan similar al mío. Cierra los ojos, siénteme cerca, sonríe y no me sueltes nunca...

No lo hagas.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Confidente

Claudia me mira con lágrimas en los ojos. Es muy bonita, pero no ha tenido un buen día. Mejor dicho, no ha tenido una buena semana.

Según ella, lo que lleva de año está siendo una mierda.

Claudia siempre me dice que con hablar conmigo le basta, que no es necesario que le diga nada; sólo con saber que alguien la escucha y le permite que se desahogue sin tapujos y sin ser criticada tiene suficiente. No quiere consejos ni palabras de apoyo ni ideas ni correcciones; sólo ansía sincerarse abiertamente sin más consecuencias que la posterior sensación de vacío y bienestar. De modo que yo no puedo hacer más que dejar que hable y llore, y estar pendiente de que no se le acaben los pañuelos de papel.

A veces Claudia se toca nerviosa el pelo o juega con algo entre sus manos: un trozo de plástico, un bolígrafo, una goma de pelo, la esquina de una hoja de papel, una miga de pan. Cuando habla, gesticula con energía y vocaliza con firmeza, profiriendo un innecesario énfasis a unas frases de queja y dolor que si se dijeran en susurros sonarían con igual contundencia. Alguna vez golpea la mesa con el puño cerrado en un ataque repentino de rabia, aunque su personalidad huye de la violencia física. Más bien parece un gato enjaulado, retorciéndose y luchando por salir de una caja con barrotes de plástico azul cielo. Si alguien se acerca demasiado puede recibir un arañazo. Pero eso forma parte de su encanto.

Claudia suele taparse la cara con las manos cuando llora. En todo este tiempo he desarrollado la capacidad de detectar a la perfección el momento de transición entre una frase al azar y el llanto. El proceso es sencillo: ella habla hasta dejar una frase a medias, que normalmente acaba en una conjunción con puntos suspensivos; entonces aparta la mirada, dirigiendo su rostro hacia la derecha, y luego lo baja apretando los labios, y cierra los ojos con fuerza hasta que salen las primeras lágrimas. A los pocos segundos los abre y me mira, y el dolor que se refleja en ellos es tan intenso que hasta a mí me dan ganas de llorar, aunque no pueda. Y ella sonríe con esa mueca de payaso triste, ladeando un poco la cabeza, como pidiendo perdón por no haber aprendido aún a ser feliz. Entonces suspira, se restriega los ojos con gesto infantil en un intento por secarse las lágrimas, y quizá se suene la nariz si lo cree necesario. Y sigue hablando, pero esta vez el tono de voz es más suave. O apagado. No es que esté tranquila. Es que ha empezado a vaciarse y el proceso es lento y agotador.

Yo no puedo hacer otra cosa que observarla impasible. Si se me concediera un deseo, pediría poder meterme en su inmadura cabecita y cambiar todos esos pensamientos negativos y sinapsis adormiladas por sonrisas y días de sol y olor a incienso. Pero no me está permitido interferir. No puedo ser más que un observador pasivo, inamovible, accesible en cualquier momento del día, un mudo veinticuatro por siete dedicado en exclusiva a ella. Esa es mi tarea y la desarrollo con gusto y amargura, dual sensación de orgullo egoísta por sentirme útil y generosa melancolía por recordar cada día que existe todavía demasiada tristeza en el mundo.

Al final Claudia siempre se acaba calmando. Algunos días el proceso es más lento y agónico; otros, apenas dura unos minutos. A veces Claudia llora hasta que los párpados se le inflaman y deforman; en otras ocasiones apenas derrama un par de solitarias lágrimas. Pero ella siempre termina por relajarse, ya sea por haber vaciado un poquito su pesada mochila o simplemente por puro cansancio. Y siempre le escuecen los ojos. El proceso finaliza cuando Claudia se duerme.

Y yo sigo aquí, impasible, observando diligentemente todos sus movimientos desde mi obligada aunque preferente posición en una estantería de madera barata oscurecida por el paso de los años y la falta de cuidado, entre otros muñecos de trapo como yo. Pero hay una diferencia, y es que Claudia siempre me ha querido a mí. Siempre he sido yo el confidente de sus secretos más oscuros, y siempre ha acudido a mí cuando lo ha necesitado. A mí, y a nadie más, pese a tener otras posibilidades más nuevas, más suaves y mullidas. Sé que un día, cuando ella esté mejor y en su vida al fin entren la luz y el equilibro, acabaré relegado a un segundo plano, muy probablemente en algún cajón oscuro o en un pestilente cubo de basura, rodeado de gajos podridos de mandarina, cartones de leche vacíos y condones usados. Pero no me importa; sé que aun cuando los perros callejeros me hayan encontrado y destripado mis entrañas de algodón, yo seguiré presente en el corazón de Claudia.

Pero hasta que eso suceda yo seguiré aquí, observándola mudamente, apoyándola siempre.

jueves, 24 de febrero de 2011

La borraron

La borraron, y ahora es tan sólo un fantasma.

De su paso apenas quedan recuerdos, vagas imágenes de vapor y vidrio opaco que se disuelven con el primer rayo de sol. Las pupilas que la vieron acabaron en un fundido a negro para después renacer en un pasado próximo, forzado e irreal. Aquellos que la leyeron no pudieron comprender, y con un simple movimiento barrieron sus letras, y éstas danzaron y temblaron como hojas marrones movidas por el viento. Muchos oídos quedaron sordos y olvidaron texturas y tonalidades que se perdieron en una falta de aire particular. Sus cientos, miles, de instantes indivisibles fueron quemados por lenguas naranjas y puntos azul eléctrico; si se hubieran colocado todos esas instantáneas una tras otra, ella habría durado dos minutos más. Quizá.

Pero la borraron. Y al borrarla todo se perdió: las ansias y la inseguridad, el amor y los refrescos a primera hora de la mañana, las metas sin cumplir y los paseos bajo una fina lluvia primaveral. Murieron los secretos y se olvidaron las verdades; el negro se volvió transparente y el blanco dejó de existir. Y la sonrisa... Esa sonrisa, esos labios, esos dientes. Todo se perdió, y nada de aquello es ya recuperable. Tampoco hay exploradores que busquen, que investiguen, que quieran recordar; sólo centinelas que vigilan. Es una pérdida invisible y no reconocida, que en realidad nunca fue del todo pérdida, ya que nadie la echó de menos.

Pese a todo ella sigue ahí, en la enormidad de las coordenadas vectoriales de un universo en que nadie se conoce porque todo el mundo es uno. La borraron y ella perdió su propia identidad, y ellos modificaron todo para que pareciera que ella nunca había existido. Pero algo late en la espesa bruma de ceros y unos, una pequeña concentración de impulsos eléctricos que parpadean rápido, destellos apenas perceptibles para el gran todo, desplazándose como un gusano multicolor.

Porque en el arte de la guerra el engaño es el arma más potente. Y aunque la borraron, ella volverá. Y entonces las reglas habrán cambiado para siempre.

lunes, 21 de febrero de 2011

Airship era (I)

Otra vez hay niebla. Mejor dicho, nunca acaba de irse.

Es una bruma baja, densa, del color de la nicotina. Dicen en la radio que es una mezcla de contaminación, niebla real y los vapores producidos por las nuevas fábricas de robots. Otros dicen que los gases de los dirigibles derribados todavía no se han dispersado. Yo, francamente, prefiero la idea, mucho más romántica, de la niebla.

Pero esta maldita bruma produce un terrible escozor en los ojos. El comunicado resonó por los altavoces de la ciudad hace tan sólo un par de días: es obligatorio usar gafas protectoras en la calle. Algunos tienen más suerte que otros, dependiendo de la zona en la que viven. He oído que en el edificio Sendai del centro hay familias que llevan más de seis meses sin pisar el asfalto. Privilegiados. Aunque no les envidio. No del todo. Comen bien, huelen bien, viven bien. Y a pesar de todo algunos de ellos se siguen suicidando, lanzándose al vacío desde las plantas superiores. Hoy mismo han muerto cinco más.

La ciudad es un caos. El ejército armado entró hace cinco semanas. Los dirigibles oficiales fueron asaltados y destruidos en el Parque del Sueño hace cuatro días; el Hindenburg VII apenas tuvo tiempo para repostar y volver a cruzar el océano. Los trenes están parados; dicen que el vapor empeoraría la situación y agravaría los efectos secundarios de la niebla. La maquinaria pesada sigue en las afueras y la red de abastecimiento ha sido bloqueada. Pobres desgraciados, los del Sendai. Se están quedando sin provisiones; rodeados por sus diamantes y sus sedas y sus inútiles objetos Art Déco. Los que menos están sufriendo son los pobres, que siempre son pobres, pase lo que pase. Nunca hay cambios para ellos.

El toque de queda es a las seis de la tarde. A partir de esa hora está prohibido salir al exterior. Los aviones de seguridad diurnos, pequeños Fokkers de cinco hélices que sobrevuelan el cielo como pájaros dorados, son sustituidos por enormes Wings lentos y silenciosos durante la noche. Los robots del Doktor inundan entonces las calles, vigilando que todos cumplamos las órdenes. Esos malditos robots están por todas partes. Apenas puedo dormir por culpa de sus pasos rítmicos y pesados. Y las alarmas... Las malditas alarmas cuando alguien es detenido. Resuenan por toda la ciudad, y los perros aúllan acompañándolas, y os juro que parece que ha llegado el fin del mundo.

La verdad es que no acabo de entender qué pretende el Doktor. Sí, la cúpula política estaba podrida por la corrupción y la mala vida. Era necesaria una renovación. Pero yo personalmente hubiera preferido otro tipo de cambio, mucho más sutil. Que se maten entre ellos, pero que dejen al pueblo tranquilo. Todos queremos una transformación, pero no pagando con nuestras vidas. No somos nosotros los que debemos morir.

Yo voy a seguir trabajando en mis autómatas. Desde la llegada de los robots la demanda ha disminuido, pero algunos nostálgicos me siguen contactando. Y algunos ricos también. Mis autómatas le dan un toque chic a sus locales, me dicen mientras me ofrecen cigarrillos chinos de contrabando. Sobre todo los de la alta sociedad. Sí, los mismos que se están tirando desde la aguja del Sendai. Y aunque dicen por la radio que en un par de semanas habrá pasado todo, yo ya no sé qué pensar. Sólo espero volver a ver la luz del sol. También necesito un juego nuevo de engranajes y algo de aceite. Y papel de periódico. Pero no hay periódicos. Sólo la radio y los megáfonos.

Y esos malditos robots que no me dejan dormir.

viernes, 18 de febrero de 2011

La ciudad robada

Me robaste la ciudad, ladrón de guante blanco y máscara casi perfecta. Me robaste la ciudad y me dejaste tirada en una cuneta de las afueras para que me confundiera con el asfalto en una tarde de lluvia. Me robaste la ciudad y ahora lucho con todas mis fuerzas por recuperarla, por volver a ella. Porque hubo un tiempo en el que yo compartí la ciudad contigo, mostrándote lugares que nunca habías imaginado, presentándote a gentes que de otra manera jamás habrías conocido. Y tú cogiste todo eso y lo guardaste en uno de tus oscuros y sucios cajones llenos de mentiras y secretos, y te lo quedaste para ti. Me robaste la ciudad, y ahora quiero que me la devuelvas.

Tengo un plan. Es un plan simple y tú ni siquiera estás presente en él. Más bien ése es el plan; que tú no te des cuenta de nada. Poco a poco, como las nubes que avanzan por el cielo para luego desaparecer silenciosamente, sin que nadie se haya fijado en ellas. Avanzaré como las dunas en el desierto y me moveré como las olas en la playa, de ese modo tan sutil y casi imperceptible que hace pensar que el mundo está quieto. Y recuperaré el terreno perdido, clavando una bandera en tu corazón de papel por cada territorio conquistado.

De hecho el proceso ya ha comenzado. Ha sido doloroso, no lo voy a negar. He vuelto a uno de esos sitios que me habían pertenecido y que más tarde me arrebataste. Un lugar donde los dragones y la magia se mezclan con los agujeros negros y el ciberespacio, estandarte de la subcultura y de las mentes únicas y diferentes, refugio de ideas extravagantes que difícilmente consiguen su sitio en la sociedad. Y he visto miles de historias diferentes, pero yo me quedo sólo con una de momento, recuperándola también, haciendo que vuelva a ser mía. Hacía tiempo que deseaba ver al neuromante, pero se había vuelto invisible para mí. Y cuando le he mirado a los ojos me ha sonreído y me ha dado la bienvenida a casa. Ahora el neuromante está de mi lado, y ya sabes lo poderoso que es.

Y luego ha llegado el atardecer, y el naranja del horizonte se reflejaba en la autopista que lleva a tu casa, y he vuelto a sentir dolor. Porque es un camino prohibido para mí y que no volveré a recorrer, y entonces aparecen el rencor y la rabia y la frustración y me empujan con la fuerza de un viento enfurecido, pero yo me inclino y camino con ahínco, sabiendo que el único modo de ganar ese territorio es viéndolo, una y otra vez, hasta que pierda todo significado para ganar uno nuevo, de mi única y exclusiva invención. Así que volveré a ese lugar una y otra vez, y poco a poco tu presencia irá disminuyendo hasta desaparecer. Y habré ganado otra batalla.

Me robaste la ciudad y me dejaste tirada en la cuneta, pero ahora me he levantado y estoy llena de rabia y de ganas de luchar. Muchas batallas tendré que librar y tú ni siquiera lo sabrás, pero el día de la batalla final, el día que nos encontremos, te darás cuenta. Y sé que bajarás la cabeza, aceptarás tu derrota y me pedirás perdón.

Porque la ciudad siempre fue mía, y jamás debí confiar en ti.

lunes, 14 de febrero de 2011

La cruz y la cara

Triste Sin Valentín

Hay un coche mal aparcado en frente del apartamento. Un Volkswagen último modelo, de ese mismo año. Las luces están apagadas; dentro del vehículo la luz de un cigarrillo fumado con esmero danza con suavidad, como un fantasma. Con cada calada, un nuevo reflejo. Con cada bocanada, un poco más de niebla. Esperando.

Alguien pica en el cristal del copiloto. El cigarro vuela hacia abajo, y el hombre se gira. Pasan unos segundos hasta que decide bajar la ventanilla.

– ¿Qué quieres? –Su tono no es amigable. Parece más una afirmación.

– Me he dejado el bolso. –Una voz femenina, congestionada y ronca por la desesperación y el agotamiento.

– Sírvete tú misma. –Un click, y ella abre la puerta trasera. Coge el bolso y la cierra.

– Dime que dejarás de fumar. –Es una súplica, tan penosa como su cara deformada por el llanto.

– Dime que me vas a dejar en paz. –Es una orden, tan seca como la voz de su dueño.

La mujer suspira y se gira, dirigiéndose al portal. Puede oír a sus espaldas cómo el hombre arranca el motor del coche. Una lágrima se desliza por su rostro, y ella se detiene durante unos segundos. Intenta controlar un nuevo ataque de ansiedad. Y se deja caer lentamente, como un árbol talado en mitad del bosque, hasta quedar arrodillada en el suelo.

El Volkswagen se aleja silencioso en la oscuridad de una calle cualquiera, dejando atrás una vida desdichada y maltrecha. No hay reproches, no hay arrepentimiento. No hay nada.

Sólo el vacío de la soledad.

*  *  *

Feliz San Valentín

Hay un coche mal aparcado en frente del apartamento. Un Volkswagen último modelo, de ese mismo año. El motor está parado, y en su interior un hombre busca algo en la guantera. Un pequeño frasco, un agradable aroma. Se mira en el espejo, cierra la guantera. Esperando.

La muchacha baja las escaleras despreocupada. Abre la puerta que da a la calle mientras busca una canción en su reproductor mp3 portátil. No ve el coche mal aparcado.

Él la observa mientras su corazón se acelera. Está preciosa, como siempre. Pero no lo ha visto. Se apresura a bajar del coche; no quiere que la sorpresa le salga mal.

Una corta carrera, un abrazo inesperado por la espalda, y esos segundos que pasan hasta que ella se da cuenta de lo que sucede. Un rostro que cambia de la sorpresa a la duda y más tarde a la alegría; una sonrisa que se dibuja en unos labios que nunca se cansan de besar. Ella se da la vuelta y se abalanza sobre él.

– ¡Has venido! ¡Qué susto me has dado! –Ella lo mira a los ojos sonriendo, y luego vuelve a abrazarlo.

– Quería darte una sorpresa... ¿No sospechaste nada cuando me llamaste hace un rato? –Él parece algo inseguro, pero está contento. Le acaricia suavemente la espalda.

– Qué va... – Ella suelta una risita de satisfacción.

Un abrazo que dura varios minutos. Se cogen de la mano, se meten en el coche, se besan. El Volkswagen se aleja silencioso en la oscuridad de una calle cualquiera, dirigiéndose a otro punto de la ciudad, a un restaurante, a unas copas, a una cama, a un amanecer.

Y sus vidas nunca parecen estar vacías.

viernes, 11 de febrero de 2011

Gato

Un gato observa a Claudia mientras ella camina distraídamente recogiéndose el pelo. El gato guiña un ojo, se lame una pata y se restriega la cara, y vuelve a mirar con curiosidad a Claudia, que se aleja con paso tranquilo pero decidido. "¿Por qué se recoge el pelo?", piensa el gato. "¿Y a dónde irá?".

Claudia ve cómo un gato la mira mientras ella busca su goma de pelo en el bolso; ha caminado mucho y tiene calor, pese a estar en pleno Enero, así que se hace una coleta. Va escuchando música para no oír los sucios sonidos de la ciudad, y mientras se aleja piensa: "¿Pasarán frío también los gatos? Y éste, ¿hoy dónde dormirá?".

miércoles, 9 de febrero de 2011

Empezar de cero

Claudia se ha prometido a sí misma que se va a esforzar.

Va a ser duro, y ella lo sabe. Lleva demasiado tiempo tomando el camino fácil. Pero los efectos colaterales están siendo nefastos. Y es hora de poner remedio.

Saldrán muchas mierdas. Mierdas sin calidad, casi imposibles de digerir. Pero hay que pagar ese precio. Porque Claudia sabe que, tarde o temprano, algo decente acabará apareciendo. Si fue capaz hace años, ¿por qué no ahora? Recuperar lo perdido.

Claudia quiere, necesita, creer en ese lema tan repetido de que con esfuerzo todo es posible. Al menos quiere intentarlo. Aunque el desánimo intente ganarle terreno durante el proceso. Claudia desea comprobar que las recompensas existen.

Así que Claudia empieza de cero.

lunes, 7 de febrero de 2011

Risa

Claudia se ríe.

En realidad quiere cortar cabezas.

Pero se ríe. Se ríe de todo y de todos. A carcajada limpia, sin miramientos, señalando con el dedo. Sin esconderse, dejando bien claro cuál es el motivo de su burla. Se ríe escandalosamente, para que todo el mundo se entere. Se ríe cínica y miserablemente, sin importarle las consecuencias. Se ríe hasta que se queda sin aire, hasta que algo en su interior se rompe y se pone a llorar. Se ríe de todo y de todos.

De los amores perdidos y los deseos frustrados, de los planes de futuro y del miedo a abrir los ojos, del dolor autoinflingido y de la esperanza aún no perdida, de aquellos a quienes todavía recuerda y que ni siquiera piensan en ella. De la mejilla que tantos golpes recibió y de todas las manos que puso en el fuego y que luego ardieron miserablemente; de las sonrisas bonitas y amables que no sirvieron para nada y de las lágrimas que alejaron a todo el mundo de su lado. De la cobardía de los que creen tener la razón, y de la infantil inseguridad de quienes temen constantemente no tenerla. De la impaciencia y las prisas y las manecillas del reloj; de los pisotones y los empujones, de las miradas asesinas y los ceños fruncidos, de las exigencias y las malditas expectativas. De la perfección a la que es imposible llegar, de la extrema complejidad de las cosas sencillas, del nerviosismo y el histerismo y todas esas señales inequívocas de que hay un enorme vacío en el alma.

En todas las almas.

Y Claudia se ríe de todas ellas para evitar reírse de la suya, y entonces se mira en el espejo y ve una horrible mueca donde debió estar su rostro y se da cuenta que de todas las almas, la suya es la más vacía.

Pero ella no puede dejar de reír...

domingo, 6 de febrero de 2011

El pequeño despertar de Claudia

Claudia se remueve.

Está inquieta. Le duelen la cabeza y la espalda. Los brazos le han hormigueado por oleadas hasta la punta de los dedos. Las piernas le pesan. Está desorientada y se siente abatida. Por un momento piensa que ha estado hibernando durante demasiado tiempo, como si el despertador no hubiera funcionado.

¿Dónde ha estado realmente?

No se acuerda demasiado bien. La verdad es que tampoco tiene demasiadas ganas de pensar en ello. Intuye que si piensa demasiado se pondrá a llorar. Ya basta de llorar, ¿no? No vale la pena, las cosas siguen igual, se llore o no se llore.

¿Seguro?

Claudia se estira lentamente mientras piensa en el hecho de llorar. ¿Cuántos litros de lágrimas puede llegar a derramar una persona en una crisis intensa de llanto? ¿Y a través de los años? ¿Se habrá hecho alguna vez un estudio acerca de ello? Seguro que sí, si las empresas se dedican a realizar estudios científicos para demostrar que la gente prefiere su tiempo de ocio al que pasan trabajando. Decide buscarlo por internet.

"/me anota otra cosa a la lista de cosas por hacer", piensa. Y medio sonríe.

Y sigue pensando en las lágrimas. En el llanto. ¿Cuándo llora la gente? Por supuesto, depende de cada persona. Hay gente que no llora durante años y que explota en cierto momento durante unos pocos minutos. Otros lloran cada día. Otros ni siquiera se dan cuenta de cuándo lloran, ni le dan la menor importancia. Pero esa no es la cuestión.

La cuestión es por qué se llora. Hay muchos tópicos y frases acerca del llanto. Quizá el más conocido es el de que "los hombres no lloran". ¡Cuánto mal han causado esas palabras! Pero eso no importa. Unos dirán que uno debe llorar tantas veces como sea necesario, "hasta secar las lágrimas" o "hasta que no queden más lágrimas que derramar". Otros dirán que "llorando no se logra nada". Algunos piden: "¡Llora! ¡Desahógate!" y entonces es cuando las lágrimas dejan de brotar. Y otros dicen que es el mejor modo de desahogarse.

Claudia cree que es una forma de desahogo. De queja. Como un grito cuando uno se da un golpe en la rodilla con la mesita de noche. Pero...

Pero Claudia a veces nota un nudo en la garganta. Es una presión, como si dos manos invisibles la agarraran. En esos momentos desea llorar pero las lágrimas nunca aparecen. Al menos desde hace un tiempo. Lo cierto es que hace unos años era realmente fácil llorar. Cualquier cosa podía desencadenar un ataque de llanto desconsolado. Pero lo que antes hacía llorar ahora ha perdido el efecto. Claudia sigue pensando.

Es necesaria una vía de escape. Y en el momento en que Claudia da con esa idea, el nudo vuelve, un poco más fuerte esta vez. Algunos escapan haciendo ejercicio, una costumbre muy buena. Otros, como ella, se refugian cobardemente en el alcohol. Y es en esos momentos de embriaguez cuando el nudo no presiona tanto, o cuando las lágrimas fluyen con muchísima más facilidad; pero siempre, sin excepción, parece que la mente trabaja muchísimo más rápido de lo normal. Es como si el estado sobrio significara aletargamiento amargo, y la embriaguez fuera sinónimo de respuestas, esquema, ordenación y descanso. De hecho, el momento de volver a escribir se produce en pleno estado de embriaguez. Tras tanto tiempo... Como si el alcohol desatara al artista.

Claudia sabe que tiene un problema, y que nadie más lo sabe. Y el vacío se incrementa.

Pero también quiere verlo desde un punto de vista positivo. Al menos ahora quiere volver a escribir. Hacía demasiado tiempo que eso no sucedía. La última vez que escribió algo decente era feliz. Hace años. Y durante todos esos años el alcohol ha estado presente, en mayor o menor grado, pero ni de ese modo la inspiración revivía. Y ahora parece que esa inspiración vuelve. De hecho quizá no es ni inspiración; es más la necesidad imperiosa de escribir. Es que vuelven las frases rápidas a la cabeza, las ideas mezcladas, la claridad. Es una olla a presión. Y hay que soltar esa presión poco a poco.

Por eso Claudia pasa de un tema a otro sin pensar.

En realidad esa necesidad de escribir significa que tiene demasiado que expresar y no puede. Tras tanto tiempo las ideas se acumulan y todas quieren salir por la misma puerta al mismo tiempo. Y eso produce caos.

Mejor el caos que la nada.

Una de las cosas que más le gustan a Claudia sobre el hecho de escribir es el hecho de, paradójicamente, dejar la mente en blanco. En cuanto sus dedos se empiezan a mover sobre el teclado ella deja de estar pendiente en lo que piensa. Sí, cierto, "dejar la mente en blanco" no es el término correcto. Pero es como si Claudia dejara de pensar activamente para dejar que su mente guíe sus palabras. Ella se pone en una especie de modo de trabajo y deja que sus dedos hagan el resto. No pretende escribir algo de calidad, algo profundo, algo revelador. Simplemente quiere desahogarse. Y a veces para desahogarse hay que dejarse llevar. Y ella, en vez de controlar las ideas, se deja llevar por ellas. Por eso es como si ella misma no fuera dueña de sus actos cuando escribe, aunque lógicamente es consciente en todo momento del proceso.

Demasiado complicado.

Maldito dolor de espalda.

La verdad es que Claudia ha estado desaparecida durante tanto tiempo que ha perdido la práctica. Antes escribía relatos de una mediana calidad. Algunas de sus frases le gustaban, como cuando uno lee un libro y de repente se encuentra con una frase que le produce un hormigueo. Claudia ha escrito frases como esas. Una de ellas es algo parecido a "pisadas que el viento barrerá y pisotones que quedarán marcados a fuego para que no olvidemos". O los fantasmas de trajes de fiesta baratos que viajan en el metro.

En realidad toda esta asociación de ideas viaja en el mismo sentido. Hacia el mismo núcleo. Malditos recuerdos, malditas experiencias.

No significa que Claudia no haya superado algunas experiencias. Significa que su maleta es algo más pesada que antes. No, "algo" tampoco es un término adecuado. "Mucho" es el correcto.

Claudia echaba de menos esto. ¿En cuántas cosas ha pensado ya? En las lágrimas, en el alcohol, en los relatos, en el escribir, en los recuerdos. Siempre con una nota de amargura. Su constante en la vida.

Y le gustaría tanto verse grabada cuando escribe...

Quizá un día lo haga. Grabarse.

También podría hacerse una foto.

A veces los pensamientos aminoran el paso. O son tan breves que rápidamente dan paso a otros pensamientos completamente distintos.

Pero era necesario.

A fin de cuentas, Claudia sabe que volverá a recuperar lo que era. Es como el corredor de fondo que se lesiona y tras meses de baja vuelve a entrenar y siente que su nivel es de principiante. O como un estudiante de inglés que tras años sin practicar el idioma siente que ha perdido el acento. Se trata de práctica. Práctica y más práctica. Como cuando Claudia tocaba la guitarra; practicar hasta que salgan cayos en los dedos. Y tras eso, lo mejor llega.

Claudia mira su vaso medio lleno. "Al menos está medio lleno", piensa mientras sonríe.

Y entonces le viene una frase a la mente. "Qué pequeño es el mundo". ¡Cuántas interpretaciones tiene esa frase! Por la gente que te puedes encontrar, y por lo pequeño que es el mundo de Claudia ahora mismo; tan pequeño como el netbook en el que pretende entrenar para volver a escribir relatos de relativa calidad. Un mundo pequeño.

Una pecera, porque en el océano se encontró con un tiburón de afilados dientes...

Y ella es tan sólo una rosa con cuatro espinas para defenderse del mundo.

El nudo vuelve.

Claudia tiene tantas, tantas cosas de las que hablar, y no hay nadie que realmente quiera escuchar...

El nudo aprieta.

Quiere hablar del amor, y de los vicios... De las pasiones y las obsesiones y el placer y el dolor, de la mentira y las máscaras, de la pena y la necesidad, de los laberintos y de su solución, de los gustos, los sabores y los colores, de la ilusión, la frustración, el odio y el rencor... De las adicciones y la comprensión y hasta dónde está dispuesto uno a llegar, de los nudos en la garganta y el autocontrol y la rabia y el aprecio y mil cosas más que guardan fila para acabar saliendo... tarde o temprano, de manera sencilla o escondidos tras una imagen inventada.

¿Releer? No ahora; mejor seguir adelante.

Si una idea se repite no es pecado; así pensamos los seres humanos.

Quizá se trate de hacer esa idea atractiva para los demás...

Nada de lo que piense Claudia ahora mismo será digno de ser mencionado. Pero sí que será tratado desde otro punto de vista más adelante. Este es sólo el inicio. Claudia siente que está despertando, y sólo eso, y nada más que eso, es buena señal. Porque es señal de que todo está mejorando. Sin que Claudia se diera cuenta, ella ha cambiado. Y las nubes negras de tormenta han ido desapareciendo poco a poco. Ahora Claudia sólo tiene que abrir un poco más los ojos.

El único miedo es abrirlos y ver lo contrario a lo que se desea...

Ocho meses

Silencio. Un vaso que poco a poco se vacía, de manera apenas perceptible. El frío que siempre vuelve, exigiendo quedarse. Una flor que se pu...