miércoles, 6 de abril de 2011

Airship era (II)

Una gabardina ondea violentamente a ochocientos metros del suelo. Es de color marrón claro, como la arena de aquella playa que la ciudad perdió hace tiempo. Los botones nacarados producen destellos anaranjados, como si quisieran enviar un incomprensible mensaje en morse. Los zapatos negros y relucientes sobresalen un par de centímetros por el borde, como un gato asustado al que le cuesta vencer la curiosidad. Y por debajo, casi pegada al suelo, la niebla.

Ellos le dijeron que todo iba a salir bien. Que estaría seguro en su apartamento y que no le faltaría de nada. Que la ocupación duraría un par de semanas y entonces podría salir de allí y viajar con su familia, lejos, a alguna isla perdida en el océano. Pero ellos obviaron ciertos detalles.

Los malditos robots llevan varias semanas sin permitirles salir del Sendai. Al principio no fue tan malo. Habían tenido comida y bebida, y la niebla no llegaba hasta sus ventanas, por lo que no corrían peligro. El edificio se autoabastecía con una pasmosa aunque ligeramente intrigante eficacia, que les había permitido incluso organizar fiestas con delicioso caviar y el mejor bourbon del país. Pero con la llegada de los robots las existencias se han agotado. Algunos han intentado negociar con ellos. Otros han querido acudir al mercado negro, que se ha visto controlado por esos gigantescas caricaturas de autómatas de última generación. Unas pocas miles de familias han pasado de la abundancia a la miseria en tan sólo unos pocos días. Y los diamantes ya no tienen valor.

Y no sólo son los robots. Están los negocios fallidos y la bancarrota. Ellos le han ofrecido hacerse matón a sueldo si quiere mantener su estatus. Y para ello tiene que matar a su suegro, uno de los magnates de la ciudad, un excéntrico ricachón con cierta influencia en algunos sectores que podrían considerarse peligrosos para los revolucionarios. La nanobiología es un campo de estudio en pleno auge y con miles de posibilidades. Por eso es necesario controlarla.

Él no está dispuesto a jugar a ese juego cuyas reglas sólo lo conducirán a una cada vez más peligrosa espiral de mentiras y violencia. Si se niega, perderá a su familia. Si les sigue el juego, la acabará perdiendo también, aunque quizá no inmediatamente. Pero si desaparece, al menos a los ojos de su esposa e hijos, incluso de su suegro, se convertirá en un héroe, en un mártir. En esa situación, morir es la única manera de ser mejor persona.

Los potentes focos de las fábricas iluminan un cielo plateado atestado de Wings silenciosos que vuelan un poco por debajo de las nubes. El hombre de la gabardina observa triste el cielo; los aviones le parecen enormes moscas negras y sucias en busca de carroña sobre la que frotarse las patas. Pese a ser tan lentos, tiene la sensación de que, tan pronto como se lance al vacío, los Wings se avalanzarán sobre él como hienas hambrientas. Quizá muera antes de tocar el suelo, donde sus restos no permanecerán ni cinco minutos. El hombre suspira, niega con la cabeza y se mira los pies.

En lo alto del Sendai, junto a la gigantesca aguja en la que ya no repostan los dirigibles, una figura se recorta contra el cielo nocturno. Cualquiera diría que se trata de una estatua, pero en realidad es un hombre desesperado que, sin saber muy bien cómo, ha acabado entre una oxidada espada y una torcida pared. El hombre, perdida toda esperanza, se quita la gabardina marrón y la lanza al vacío, observando con curiosidad y un ligero nerviosismo cómo cae. Y luego él la sigue como si, arrepentido por lo que acaba de hacer, quisiera recuperarla. Y ambos caen al vacío envenenado de una ciudad invadida, sin movimientos innecesarios, en silencio, como si fueran muñecos de trapo. El hombre no grita, sólo cierra los ojos con fuerza, pero eso nadie puede verlo.

Y entonces las alarmas saltan y los pasos de los robots se hacen aún más intensos, mientras los Wings siguen sobrevolando los rascacielos y la aguja del Sendai queda a la espera de su próximo visitante.

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