lunes, 21 de febrero de 2011

Airship era (I)

Otra vez hay niebla. Mejor dicho, nunca acaba de irse.

Es una bruma baja, densa, del color de la nicotina. Dicen en la radio que es una mezcla de contaminación, niebla real y los vapores producidos por las nuevas fábricas de robots. Otros dicen que los gases de los dirigibles derribados todavía no se han dispersado. Yo, francamente, prefiero la idea, mucho más romántica, de la niebla.

Pero esta maldita bruma produce un terrible escozor en los ojos. El comunicado resonó por los altavoces de la ciudad hace tan sólo un par de días: es obligatorio usar gafas protectoras en la calle. Algunos tienen más suerte que otros, dependiendo de la zona en la que viven. He oído que en el edificio Sendai del centro hay familias que llevan más de seis meses sin pisar el asfalto. Privilegiados. Aunque no les envidio. No del todo. Comen bien, huelen bien, viven bien. Y a pesar de todo algunos de ellos se siguen suicidando, lanzándose al vacío desde las plantas superiores. Hoy mismo han muerto cinco más.

La ciudad es un caos. El ejército armado entró hace cinco semanas. Los dirigibles oficiales fueron asaltados y destruidos en el Parque del Sueño hace cuatro días; el Hindenburg VII apenas tuvo tiempo para repostar y volver a cruzar el océano. Los trenes están parados; dicen que el vapor empeoraría la situación y agravaría los efectos secundarios de la niebla. La maquinaria pesada sigue en las afueras y la red de abastecimiento ha sido bloqueada. Pobres desgraciados, los del Sendai. Se están quedando sin provisiones; rodeados por sus diamantes y sus sedas y sus inútiles objetos Art Déco. Los que menos están sufriendo son los pobres, que siempre son pobres, pase lo que pase. Nunca hay cambios para ellos.

El toque de queda es a las seis de la tarde. A partir de esa hora está prohibido salir al exterior. Los aviones de seguridad diurnos, pequeños Fokkers de cinco hélices que sobrevuelan el cielo como pájaros dorados, son sustituidos por enormes Wings lentos y silenciosos durante la noche. Los robots del Doktor inundan entonces las calles, vigilando que todos cumplamos las órdenes. Esos malditos robots están por todas partes. Apenas puedo dormir por culpa de sus pasos rítmicos y pesados. Y las alarmas... Las malditas alarmas cuando alguien es detenido. Resuenan por toda la ciudad, y los perros aúllan acompañándolas, y os juro que parece que ha llegado el fin del mundo.

La verdad es que no acabo de entender qué pretende el Doktor. Sí, la cúpula política estaba podrida por la corrupción y la mala vida. Era necesaria una renovación. Pero yo personalmente hubiera preferido otro tipo de cambio, mucho más sutil. Que se maten entre ellos, pero que dejen al pueblo tranquilo. Todos queremos una transformación, pero no pagando con nuestras vidas. No somos nosotros los que debemos morir.

Yo voy a seguir trabajando en mis autómatas. Desde la llegada de los robots la demanda ha disminuido, pero algunos nostálgicos me siguen contactando. Y algunos ricos también. Mis autómatas le dan un toque chic a sus locales, me dicen mientras me ofrecen cigarrillos chinos de contrabando. Sobre todo los de la alta sociedad. Sí, los mismos que se están tirando desde la aguja del Sendai. Y aunque dicen por la radio que en un par de semanas habrá pasado todo, yo ya no sé qué pensar. Sólo espero volver a ver la luz del sol. También necesito un juego nuevo de engranajes y algo de aceite. Y papel de periódico. Pero no hay periódicos. Sólo la radio y los megáfonos.

Y esos malditos robots que no me dejan dormir.

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