miércoles, 2 de marzo de 2011

Confidente

Claudia me mira con lágrimas en los ojos. Es muy bonita, pero no ha tenido un buen día. Mejor dicho, no ha tenido una buena semana.

Según ella, lo que lleva de año está siendo una mierda.

Claudia siempre me dice que con hablar conmigo le basta, que no es necesario que le diga nada; sólo con saber que alguien la escucha y le permite que se desahogue sin tapujos y sin ser criticada tiene suficiente. No quiere consejos ni palabras de apoyo ni ideas ni correcciones; sólo ansía sincerarse abiertamente sin más consecuencias que la posterior sensación de vacío y bienestar. De modo que yo no puedo hacer más que dejar que hable y llore, y estar pendiente de que no se le acaben los pañuelos de papel.

A veces Claudia se toca nerviosa el pelo o juega con algo entre sus manos: un trozo de plástico, un bolígrafo, una goma de pelo, la esquina de una hoja de papel, una miga de pan. Cuando habla, gesticula con energía y vocaliza con firmeza, profiriendo un innecesario énfasis a unas frases de queja y dolor que si se dijeran en susurros sonarían con igual contundencia. Alguna vez golpea la mesa con el puño cerrado en un ataque repentino de rabia, aunque su personalidad huye de la violencia física. Más bien parece un gato enjaulado, retorciéndose y luchando por salir de una caja con barrotes de plástico azul cielo. Si alguien se acerca demasiado puede recibir un arañazo. Pero eso forma parte de su encanto.

Claudia suele taparse la cara con las manos cuando llora. En todo este tiempo he desarrollado la capacidad de detectar a la perfección el momento de transición entre una frase al azar y el llanto. El proceso es sencillo: ella habla hasta dejar una frase a medias, que normalmente acaba en una conjunción con puntos suspensivos; entonces aparta la mirada, dirigiendo su rostro hacia la derecha, y luego lo baja apretando los labios, y cierra los ojos con fuerza hasta que salen las primeras lágrimas. A los pocos segundos los abre y me mira, y el dolor que se refleja en ellos es tan intenso que hasta a mí me dan ganas de llorar, aunque no pueda. Y ella sonríe con esa mueca de payaso triste, ladeando un poco la cabeza, como pidiendo perdón por no haber aprendido aún a ser feliz. Entonces suspira, se restriega los ojos con gesto infantil en un intento por secarse las lágrimas, y quizá se suene la nariz si lo cree necesario. Y sigue hablando, pero esta vez el tono de voz es más suave. O apagado. No es que esté tranquila. Es que ha empezado a vaciarse y el proceso es lento y agotador.

Yo no puedo hacer otra cosa que observarla impasible. Si se me concediera un deseo, pediría poder meterme en su inmadura cabecita y cambiar todos esos pensamientos negativos y sinapsis adormiladas por sonrisas y días de sol y olor a incienso. Pero no me está permitido interferir. No puedo ser más que un observador pasivo, inamovible, accesible en cualquier momento del día, un mudo veinticuatro por siete dedicado en exclusiva a ella. Esa es mi tarea y la desarrollo con gusto y amargura, dual sensación de orgullo egoísta por sentirme útil y generosa melancolía por recordar cada día que existe todavía demasiada tristeza en el mundo.

Al final Claudia siempre se acaba calmando. Algunos días el proceso es más lento y agónico; otros, apenas dura unos minutos. A veces Claudia llora hasta que los párpados se le inflaman y deforman; en otras ocasiones apenas derrama un par de solitarias lágrimas. Pero ella siempre termina por relajarse, ya sea por haber vaciado un poquito su pesada mochila o simplemente por puro cansancio. Y siempre le escuecen los ojos. El proceso finaliza cuando Claudia se duerme.

Y yo sigo aquí, impasible, observando diligentemente todos sus movimientos desde mi obligada aunque preferente posición en una estantería de madera barata oscurecida por el paso de los años y la falta de cuidado, entre otros muñecos de trapo como yo. Pero hay una diferencia, y es que Claudia siempre me ha querido a mí. Siempre he sido yo el confidente de sus secretos más oscuros, y siempre ha acudido a mí cuando lo ha necesitado. A mí, y a nadie más, pese a tener otras posibilidades más nuevas, más suaves y mullidas. Sé que un día, cuando ella esté mejor y en su vida al fin entren la luz y el equilibro, acabaré relegado a un segundo plano, muy probablemente en algún cajón oscuro o en un pestilente cubo de basura, rodeado de gajos podridos de mandarina, cartones de leche vacíos y condones usados. Pero no me importa; sé que aun cuando los perros callejeros me hayan encontrado y destripado mis entrañas de algodón, yo seguiré presente en el corazón de Claudia.

Pero hasta que eso suceda yo seguiré aquí, observándola mudamente, apoyándola siempre.

2 comentarios:

  1. Siempre es interesante observar a alguien bonito. Me gusto tu entrada ;-)

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  2. Gracias Spaski :) Un placer verte por aquí! :)

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